lunes, 28 de abril de 2008

Crecimiento

Teníamos distintas edades y no excesivo trato, luego no podría afirmar que fuera mi amigo, aunque fuimos vecinos largos años. Tenía un nombre tan rotundo como Bartolomé. Ni se le podía a uno ocurrir llamarle Bartolo, porque contestaba secamente ‘Bartolo hoy no ha venido’. Si les aclaro que ser catalán le concedía un punto añadido de seriedad, no creo que nadie se moleste. Era catalán y franquista hasta la médula, aunque a estas alturas de la historia, esto tenga aspecto de contrasentido. Pero era de una familia de antepasados no catalanes, aunque él ya lo fuera de segunda o tercera generación. Conoció la guerra incivil siendo un niño, su padre era un pequeño empresario de esos que trabajan catorce horas diarias, y sufrió en primera, segunda y terceras personas aquellas calamidades que mejor no recordar. El triunfo de los que ganaron supuso para la familia una auténtica liberación. De hecho, Bartolomé –ni muerto, él, me atrevo a llamarle Bartolo- cuando tuvo edad de volar solo, abandonó aquella frontera con Francia y se vino al sur a vivir. Paradójicamente, añoraba cosas de aquella tierra donde había nacido y seguía tradiciones y costumbres como los panallets de Todos los Santos e incluso algún año nos regaló el libro y la rosa por Sant Jordi.

Pero no era a él a quien pretendía traer hoy a este mi modesto paisaje con humanos, sino a Toli. Ya pueden imaginar con ese diminutivo que era su hijo. Como lo de Bartolito se prestaba mucho a chufla y mofa, en vez de abandona la tradición de heredar el nombre del padre y del abuelo, le asestaron el mismo nombre a la criatura y se limitaron, él y su esposa, a buscarle ese apelativo que les permitía contestar ‘Sí, se llama Bartolomé, como el padre’, si es que a alguien se le ocurría preguntar el nombre completo del retoño.

Toli debe andar hoy rondando los cuarenta. Cuando lo conocí era tan solo veinteañero. Pero es para mí el ejemplo típico de lo que los psicólogos llaman ‘fruto de una madre castradora’. La mujer dominante, la señora que no tolera discrepancias, la madre-loba celosa que no permite que ni el viento roce a su hijo, ni permite a su hijo que se salga un milímetro de los carriles férreos que ella le impone. Si el niño no va bien en el colegio es por la ineptitud o la malicia de los profesores que le tocaron. Si los otros niños le dan bromas pesadas o se ríen es porque son hijos de malas madres que no saben educarlos. Si las notas escolares son repetidamente negativas, se le impone al hijo un absentismo escolar permanente hasta que concluya su edad de alumnado obligatorio.

Bartolomé padre desarrollaba un trabajo bien remunerado, con suficiente independencia como para permitir que su hijo fuera desde muy joven su ayudante. Nada de aprendizaje de tareas laboriosas o complicadas. Sólo le permitía hacer lo fácil, lo cómodo, en lo que no tuviera que esforzarse. Ya digo que cuando lo conocí, Toli era un niño grande, casi un bebé bastante alto, más bien grueso –su madre le obligaba a terminarse las generosas raciones- y simplón que llevaba una vida simple y rutinaria. Sus escasas amistades eran temporales, el tiempo que tardaban en parasitarle el máximo posible, ‘Toli, vamos a tu piscina’, ‘Toli, déjanos ese disco’, ‘Toli...’, hasta que su madre le desaconsejaba ese grupo y ella se encargaba de buscarle otros amigos que terminaban haciendo más o menos lo mismo. Con esos padres, Toli se fue haciendo un hombre-niño, no inmaduro, sino totalmente falto de recursos personales, pues la falta de iniciativas se le fue haciendo crónica, no tener que solventar problemas le impidió adquirir la capacidad de resolver uno solo y cuando el tabaco, el exceso de grasas alimentarias y el abuso del coche consiguieron que Bartolomé sufriera un infarto no mortal, Toli me preguntaba angustiado que qué iba a hacer si su padre moría. Le contesté con alguna evasiva, porque mi hada madrina no me concedió el don de los milagros ni el de contestar preguntas sin respuesta .

Años después Bartolomé se fue al Jardín, Toli y su madre no pudieron mantener su tren de vida, vendieron su vivienda con jardín y piscina y yo les he perdido el rastro. Allá donde se encuentren les deseo un mínimo de lucidez y un futuro lo menos negro posible. Amén. Que así sea.

1 comentario:

Anónimo dijo...

modestías aparte, benditos los educadores que lidian con padres ciegos que no se ven como causa del cauce de sus hijos. Cuando me convierta en un padre cegado por el amor a mi hija, confío en que me sabrán dar una colleja enderezadora a tiempo, mientras seguiremos lidiando...