lunes, 14 de abril de 2008

Fandanguillo

Tardé un poco de tiempo en asociar al personaje con la misma persona pues tenía dos estampas distintas. Pasaba por su puerta, casi siempre con la compra del día en una calle estrecha y con cierta pendiente, por lo que iba más a lo mío que a lo que me rodeaba. Lo entreveía, sentado solo un paso por detrás de la acera, la mirada un poco perdida, con ese ensimismamiento de los ancianos cuando uno sabe que está mirando hacia su interior, envuelto en la nube lejana de sus recuerdos. O simplemente, en la nada. Muchas veces me hacía evocar al abuelo 'Vítor' de Víctor Manuel, con esa impresión de estar viendo a un testigo del tiempo pasado. ¿Qué recuerdos desecha y en cuáles se detiene, reviviendo momentos que le gratifican? Solía estar inmóvil, ajeno al paso de quien fuera, y eso me hacía pensar en la depresión oscura y dolorosa de la vejez, o peor aún en la demencia que convierte en vegetales agostados a quienes en tiempo alimentaron ilusiones y se enfrentaron a la vida.

Por otra parte me gusta frecuentar la compañía de los que son algo mayores que yo, siempre dispuestos si alguien los escucha a narrar vivencias por las que pasaron o que imaginaron con cierta verosimilitud o que cuentan las ajenas como si hubieran sido propias. Es muy raro no aprender algo o no sentir una satisfacción de todo ello. Por eso, cuatro o cinco días a la semana me tomo el segundo café mañanero en el club de los pensionistas, o de la tercera edad dicho en plan más fino, pero al que todo el mundo llama 'los viejos'. Desde la barra contemplo a los que formando una especie de corro sin normas, dejan pasar un rato de su tiempo mirando al que entra o sale, cambiando un saludo o un mínimo improperio sin ánimo de molestar, puro 'animus iocandi'. No están en el salón de juegos, desde el que llega el sonido de las fichas de dominó al entrechocar o las exclamaciones de enfado o carcajeo según alguno más ruidoso gane o pierda, o simplemente le reproche al compañero que haya puesto el cuatro cuando cree que debería haber entrado la blanca o el tres.

Muchas mañanas estaba allí sentado. Si han visto un retrato de Unamuno, ya anciano, tienen dibujada su fisonomía. Con unas cejas hirsutas y enarcadas, como en un permanente ceño con algo de enojo, las mejillas hundidas, los ojos vivos como carbones, la nariz en gancho buscando una barbilla que se alarga prominente. Era comúnmente silencioso, se limitaba a corresponder al saludo de alguien conocido, pero seguía con su mirada cada movimiento y en ella se dibujaba un interrogante si percibía algo que le resultara interesante, por nimio que fuera. Cuando se levantaba conformaba una figura quijotesca, erguido, alto y enjuto, apoyándose levemente en un bastón barato de tienda de chinos. Por fin lo asocié con aquella otra figura que no se movía ni pestañeaba, a escaso a medio metro de mí en el portal delantero de su vivienda. El Rubio me confirmó que no venía a diario. 'Hay días que no se mueve de su casa, no porque esté torpe, sino porque ni se aguanta a sí mismo, ni aguanta a los demás'. Filósofo, el Rubio, de quien les tengo prometido un perfil.

La sorpresa me la llevé el día que, sentado en su sitio de costumbre, después de hacerse un poquito de compás con su bastón, se arrancó con un fandango. Tenía voz potente, no desafinó lo más mínimo, la letra era expresiva y bien vocalizada y cuando lo concluyó, volvió a su hieratismo habitual sin hacer caso de los varios comentarios que suscitó su ocurrencia. 'No es la primera vez que canta', me aclaró el Rubio. 'Si le da por ahí, echa su cante de buenas a primera y luego se queda tan tranquilo'. La ciclotimia que todos soportamos y procuramos disimular, me dije, pero que a él le importa bien poco que se le note o se le deje de notar. Al fin y al cabo yo sabía que había cumplido los noventa y no sé si alguno más.

Esta mañana, solo dar los buenos días, me anuncia el Rubio que el Gali ha muerto. Nunca supe, ni lo voy a preguntar cuál era su nombre de pila. Para todos era el Gali y así quiero recordarlo. Me da igual que fuera un diminutivo o un apodo. Me aclaran que el sábado por la noche le dio algo de dolor en el pecho y como no se le pasaba, lo llevaron al hospital. Un rato después había muerto. Apelo a mis cada vez más lejanos conocimientos de medicina, para forzarme a pensar que como muchos ancianos sufrió el infarto casi sin dolor. Sus organismos están tan gastados que ni siquiera el lujo del dolor pueden permitirse. No sé con quien vivía en aquella casa de la calle estrecha. No sé si tenía mujer, si deja hijos o nietos. Nada. Para mí era el Gali y siempre lo voy a recordar cantando aquel fandango vibrante y templado, para pensar que así me gustaría a mí llegar a viejo, siendo capaz de hacerle una higa al mundo circunvalante y desafiar con un cante a la Huesuda. Si se ha marchado a algún Jardín, allí seguirá estoico, llevando en silencio su pena o compartiendo su ánimo con un fandango bien dicho.

No hay comentarios: