miércoles, 9 de abril de 2008

Carantoñas

Si estamos solos -el televisor y yo- suelo dejarlo en testigo pasivo, apagado y silencioso, de mis afanes. Otras veces coincido con quien, a mi lado, prefiere convertirlo en máquina de sonidos y luces. Lo compartimos buenamente.

Hace uno o dos días, en un programa que conduce un señor muy venido a menos, aunque nunca fuera santo de mi devoción, se desarrollaba una entrevista cuyo interlocutor -del venido a menos- era un personaje atildado, de los que se sienten en la difícil obligación de ser ingenioso en cada una de sus respuestas. Más bien 'grasioso', que es algo dolorosamente distinto. Si me aislaba acústicamente podía observar su lenguaje no verbal: muecas, expresión corporal, gestos, expresiones faciales. Daba lástima. Pero también es cierto que estaba muy condicionado por la época que le tocó vivir en su juventud, de las circunstancias que le rodeaban entonces y que posiblemente influyeron de forma permanente en su actitud ante la vida.

Era un mariquita viejo. No un homosexual que hubiera elegido y/o asumido su opción con todas las consecuencias que -aún- comporta ser un distinto de muchos, un inaceptado por algunos, un valiente con capacidad de desafío. Presumía de ser de continuo un depredador al acecho, un infiel en cuanto se le presentara la oportunidad, un violentador de normas o un despreciador de inocencias. Repito que no lo califico ni enjuicio, pues tal vez no tuvo la suerte de poder de elegir en libertad.

Pero se dejó caer con un aplastante concepto que elevó a categoría de supremo: la familia era algo superfluo, innecesario, incluso despreciable. Insisto, creo que por tercera vez, que es más que posible que su paso por la vida lo hubiera llevado a pozos de desesperación y a abismos de despecho. Pero como quien pisotea el castillo de arena de un niño, intentó echar por tierra uno de los pilares que conforman la sociedad, al menos desde hace treinta siglos. Caricaturizó la pareja, la ternura, la fidelidad, el amor materno, paterno o filial, redujo en fin los valores en que nos apoyamos la mayoría, en el egoismo del placer momentáneo y fugaz de un contacto sexual.

Recapacitando, mi enojo se fue transformando en compasión, pues la persona que seguía haciendo gala de su cinismo, de su falsa superioridad, de su desprecio por lo que casi todos consideramos fundamental, no era más que la voz de alguien que no creía más que en sí mismo, en el aquí y el ahora intrascendente. Tal vez ni en eso.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El bandolero diría que estas personas son fugacidades del presente. Que carecen de pasado y no ven el futuro porque están de espaldas a él. Y la fugacidad del presente es brutal...

Personajes fugaces de un presente que apenas dura un segundo.

Le invito, señor Giraldo a sentarse a la puerta de la cueva conmigo, para escuchar al bandido, pero en silencio. A cambio, permítame Vd. comentar de vez en cuando las sensaciones que me producen sus páginas.

Pedro GPinto (Pedro Giraldo) dijo...

Mi cordial bienvenida.

Asimismo le participo que he inscrito una dirección salpimentada en mi lista de Favoritos, difícil sancta sanctorum, al que solo tienen acceso uno entre cien mil de los blogs que visito. Verá que sin ser sevillano tiendo un poquito a la exageración.

Por fortuna para unos pocos, siguen existiendo cuevas a cuya puerta sentarse y bandoleros a lo Diego Corrientes, que cantan su canción 'solo a quienes conmigo van'.

Mi cordial saludo.