sábado, 26 de abril de 2008

Tolerancia

Lo nuestro comenzó como un verdadero enfrentamiento. O al menos con una enemistad manifiesta. Hoy hemos alcanzado una relativa convivencia, o al menos, hemos llegado a un grado de tolerancia mutua, con unas reglas no escritas que nos permite estar cerca el uno del otro sin que salten chispas.

Al principio yo pensé que era su abuelo, o quizás su padre que con los años se hubiera vuelto zafio, intolerante, casi agresivo. Después recapacité, conté los años y llegué a la conclusión de que era descendiente de aquel (¿o aquella?) que conocí hace bastantes años. Su caminar decidido, su gesto algo arrogante, su astucia, su demostrada paciencia, su capacidad para el acecho y la finura y la agilidad de sus movimientos me demostraron que era un individuo en la edad de la potencia y el desafío. Es altivo, independiente, autosuficiente, quizás algo castigador.

La historia comenzó hace ya un puñado de años. Aprovechando el desnivel de mi patio, más bien mi pequeña jungla, hice un mínimo porche bajo el cual quedaba un hueco en pendiente. Mi idea era renunciar a aquella cueva, pero fue el albañil quien me dijo que por poco coste, podía tener allí un sotanillo de desahogo. Vale, pues se hizo. Con una puerta por la que había que entrar a gatas pero que me dio unos pocos metros para guardar bidones con restos de pintura o alguna herramienta de poco uso. Hubo que hacerle un respiradero con una rejilla. Esta era tan endeble que al poco tiempo se había deteriorado y terminé arrancándola. Total, era un mínimo hueco para entrar y salir el aire.

Un día, leyendo a la sombra, sentí unos débiles gemidos. No me moví y no tardé en ver llegar a la madre, de quienes debían ser unos recién nacidos. Una gata manchada, blanca, negra y fuego, de más de un cruce de razas, no muy joven, que acudió solícita a la llamada de sus cachorros. Entró por lo que yo había construido, ¿destruido?, sin saberlo: ¡por una gatera! Mi sótano se había convertido en la morada de unos tiernos okupas que eran quienes avisaban quejosos a su madre de que era la hora de amamantarlos.

Sabiendo quienes eran mis vecinos, estaba yo algo ansioso por conocerlos y vigilé la ausencia de la madre para abrir la puerta algo enmohecida para contemplar el cambio de uso de mi sótano. Tuve que buscar una linterna para alumbrar porque se habían instalado en el más profundo, y oscuro, rincón. Tres pequeños felinos, los ojos aún cerrados eran como tres bolas de pelo con irisaciones de piel rosada que dormitaban felices. Pero poco después sabedora, no sé como, la celosa madre de que su refugio había sido violado, no tardó en llevar a su camada a otro lugar más seguro y para mí desconocido.

Fue entonces cuando conocí al que debía ser el padre de aquellas menudencias. Un hermoso gato atigrado que se paseaba un día y otro día por encima de la tapia que me separa del patio vecino. Orgulloso, con desplante, caminaba, se paraba, se estiraba o se desperezaba ignorándome olímpicamente. Nunca supe si tenía nombre o dueño y como no soy habilidoso en los bautizos, me limité a llamarle ‘el gato’. Un día, igual de incógnito como apareció, se marchó sabe nadie a dónde.

Su sucesor, supongo, había tomado por sus reales mi silvestre jardín cuando volví, tras años de ausencia. Abriéndome paso entre matojos, justo debajo del olivo, saltó como un poseso con un maullido cuando casi le piso sin verlo, interrumpiendo una de sus siestas. Desde entonces debió declararme su enemigo pues me miraba con inquina, pensando que le usurpaba un territorio que consideraba suyo. Cuando volvía a instalarse en su feudo, basta que yo levantara la persiana, y mucho más si abría la cristalera, para que se pusiera en guardia, mirándome con recelo y al menor movimiento mío, huía ágilmente trepando por algún sitio. Noté que se había criado montaraz y libre, salvaje y solitario en este mínimo bosquecillo descuidado, sabía seguramente cómo y dónde cazar y cualquier presencia humana lo consideraba una amenaza. Poco a poco le he ido hablando suavemente, se ha ido acostumbrando a mi presencia respetuosa y ahora me brinda el espectáculo de sus poses de cazador, infructuoso muchas veces, de gorriones, quedándose quieto como estatua en posición de depredador astuto y estoy seguro de que me tiene limpio de de sabandijas el patio, al que de vez en cuando le retiro un poco de broza.

Ha heredado el nombre de su padre, o abuelo, y me parece que se ha acostumbrado a que le diga ‘gato’ en los cortos pero repetidos diálogos que mantengo con él. Miento. No hay tal diálogo, sino que, como si de un interrogatorio a un acusado silencioso se tratara, me mira, me oye pero no se digna pronunciarse, contemplándome con frialdad y, me temo, con una puntita de desagrado. Pero ya ni me huye ni me teme. Esa es la pequeña convivencia o al menos la económica tolerancia de que les hablaba al principio.

No hay comentarios: