viernes, 11 de abril de 2008

Orgullosa

Debe andar cerca de los setenta, veinte más que cuando la conocí. Era entonces mujer en el punto inmediato posterior a la plena madurez, Como esa fruta a la que le quitamos –o no- una mínima porción que ha comenzado a oscurecerse, o al menos ha llegado a un punto de blandura que la hace ya no deseable para los muy jóvenes. Consciente de su poderío físico, de su aún no marchito atractivo esplendoroso, que sabía de miradas lujuriosas, de avideces reprimidas, que la hacían levantar orgullosa el mentón, como proclamando a todos los vientos que era hembra de un solo hombre, o de ninguno, aunque fuera objeto soñado de muchos.

El pueblo era entonces poco más que una carretera con casas a ambos lados de la calzada, dos o tres haciendas de olivar con sus tapias y cercados, como marcando el territorio diferente entre ricos y pobres, más un par de barrios nacidos posteriormente, algo alejados de la pequeña iglesia y el estanco, lo que a su vez les concedía entidad propia y sentimiento de independencia. Luego hubo olivares que se cuadricularon en parcelas, a las que llegaron la luz, el agua y el asfalto. Con una arquitectura las más de las veces pretenciosa, se levantaron casonas de distintos estilos. Sus dueños se sentían vecinos privilegiados de la gran ciudad que se extendía más abajo junto al río y no solían mezclarse con la gente de siempre del humilde caserío.

El fenómeno no quedó ahí, sino que como consecuencia de la proximidad a la gran urbe y con la falsa sensación ecologista del aire puro, se levantaron edificios de hormigón, ladrillo y cristal, eso sí, con espacios ajardinados y piscinas azules. Pero también rodeados de vallas y setos que los aislaban de la plebe. Vino luego la moda de los nidales de pequeñas casas, falsamente típicas, unas tejas, un patio pequeño y el blanco de las fachadas que ya no era cal sino pinturas sintéticas, adornadas y protegidas con rejas de barra hueca. ¿Podremos nunca llamar a esto, el progreso?

Pero volvamos a nuestra mujer del comienzo. El tiempo, el trabajo, las estrecheces, tal vez la viudedad, pero sobre todo el tiempo, han corroído aquella imagen de belleza bravía, de andares jacarandosos, de silueta grecorromana. No ha hecho presa en ella la obesidad o la desidia, ni ha teñido su cabello con falsos rubios o chirriantes caobas. Pero la artrosis ha enmohecido sus caderas y su caminar es más laborioso, su pelo es gris y su furiosa melena de antaño es hoy un peinado modesto, pero no por ello vulgar. Camina con la espalda erguida como siempre, el mentón desafiante, mas sus ojos pregonan con matices apagados el deterioro de su mirada.

Nunca contesta al saludo de un forastero, tal vez porque durante tantos años, su posible respuesta le inducía a pensar que después de un saludo tal vez vinieran proposiciones que no estaba dispuesta a oír. Ha envejecido libre y honesta, guapa y despreciativa, sabiendo que es dueña de sí y de los dones que a la naturaleza le está costando disminuir. Cuando me cruzo con ella, me mira a los ojos y en silencio me dice que soy su viejo conocido, pero su código antiguo le prohíbe cruzar la palabra con desconocidos. Y yo respeto ese código.

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