martes, 22 de abril de 2008

Petirrojo

Me tiende mi amigo una revista sobre ecología, que recibe cada trimestre y casi memoriza de repasarla una y otra vez arriba y abajo. No es ningún intelectual, ni mucho menos un vividor del cuento, a cuenta del truco del almendruco. Es un trabajador, que casi ni a pequeño empresario llega, que madruga mucho antes del alba y a esa difícil hora siempre tiene dispuesta una sonrisa que le brota sincera. Me dispensa el lujo de tratarme más como amigo que como cliente. No hace mucho me mostró un sobre que cuidadosamente tenía preparado: el resultado de las notas escolares de sus hijas, quiera el cielo que sigan tan buenas estudiantes, para hacerme partícipe de su alegría. No sé cómo etiquetar a quien comparte sus alegrías y se guarda para él sus pesares, que me consta que los tiene, pero se me quedan pequeños los adjetivos que conozco.

Ama la naturaleza como solo sabe hacerlo la gente que tuvo una infancia difícil y para ellos el campo era un refugio próximo donde todo les era dado gratis et amore. El aire limpio, el verde después de la lluvia, la calima en el verano que hace titilar los horizontes, la charca en que bañarse desnudos para mitigar el fuego de julio, la brisa que al anochecer acaricia trayendo aún sabor salino, pues no está el mar tan lejos. Pasó de buscar gusanillos que poner en los pequeños cepos para los pájaros a respetar la vida de estos, limitándose a su contemplación silenciosa y contarme luego las variantes del canto del jilguero o imitar con su silbido los trinos de más de dos o tres especies. Fue él quien me descubrió la vida ya casi urbana del petirrojo y me contó cosas de él que luego más tarde constaté en libros y archivos de sonido. Pasea largamente cada tarde, después de una merecida siestecilla y me dijo que en tal árbol de un parque periurbano podía descubrirlo. Efectivamente allí estaba con su pecho anaranjado aunque fui incapaz de saber si era el macho o la hembra. Ambos se encargan y se turnan para alimentar a sus pequeños. Hay conocimientos que lo enriquecen a uno.

Sus pequeños descubrimientos me los cuenta con la ilusión con que un niño se encuentra una moneda. En tal sitio hay un algarrobo hembra, me comenta, cuando le hablo de la esterilidad del mío, macho, que me cobija con su sombra y me pone perdido el techo del coche con su polen. Aprovechó su día libre de hace años, cuando aún era un joven padre cortito de presupuesto, para desplazarse más de ciento cincuenta kilómetros para mostrarles a sus hijos una laguna con millares de flamencos, y a la vuelta, al día siguiente me contaba la experiencia con los ojos iluminados.

Como también lee –sí, no se asombren, que les hablo de un hombre cuyos estudios no rebasaron la Primaria- no hace mucho me comentó el libro que le ocupaba en esos días. Era el segundo de una trilogía que yo había leído y rebusqué por casa hasta encontrar el tercero. Cuando se lo llevé no necesitó tampoco muchas palabras para demostrarme su agradecimiento. Ahora, algunas mañanas me detalla con pelos y señales por donde va leyendo y yo asiento con la cabeza, intentando demostrarle que recuerdo –que no es verdad, porque hace años que lo leí- todo lo que él me cuenta. No creo faltar a ningún mandamiento por insinuar ese falso testimonio. Con gente así el mundo no merecerá aún que lo arrase el fuego y el azufre del cielo.

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