jueves, 24 de abril de 2008

Madrugada

Ya en la madrugada, el viento del nordeste me traía el rumor de la cercana autovía como si pasara por debajo de mi ventana. A quién se le ocurre acercarse a la capital, de la que solo me separan unos pocos kilómetros, a solucionar un asunto a primera hora de la mañana, teniendo la oportunidad de hacerlo más tarde. A mí, que no debo ser muy despabilado. Cuando me di cuenta, estaba embutido en un atasco de varios miles de coches que avanzaban a paso de tortuga, todos en la misma dirección. Creo que tardé sobre veinte minutos en recorrer unos pocos de metros, hasta llegar al siguiente nudo de carriles y desvíos. Por todas partes seguían llegando carros de fuego con las luces aún prendidas, pues estaba amaneciendo.

La radio comenzó a repetir más de lo mismo y recurrí a mi autoridad, tan poco utilizada, para hacerla enmudecer. Siguiendo un viejo proverbio, cambié la ira por el nirvana y procuré encontrar el lado positivo del momento. Nada mejor que analizar el paisaje humano que me rodeaba. Durante un tiempo, a mi lado circuló una joven madre que tamborileaba sobre el volante, mientras tres pares de ojos, piernas y brazos se agitaban en el asiento posterior. Los menores, que nos dan ejemplo tantas veces, y por la fuerza de la costumbre, no participaban de la impaciencia de la conductora. Ellos iban jugando, riendo y mirando a unos y a otros. Como era su obligación. Descubrieron que yo los miraba y me convertí en un motivo más de distracción. El viejo ese que va ahí solo, debían pensar y decirse mientras me hacían muecas y carantoñas. Como les respondí, haciendo mis propios visajes, se entabló una comunidad de intereses que nos mantuvo un rato olvidados de la cansina caravana. La serpiente de faros y pilotos rojos nos alejó al rato.

Luego sentí llegar por detrás a un airoso motero sobre jaca mecánica de porte campero. Zizagueó mientras pudo y con un caballito se alejó por el arcén derecho, probablemente riéndose de quienes íbamos a cuatro ruedas. No pasa nada, me dije, lo hará todas las mañanas y ahí sobrevive y disfruta. No todo va ser rutina. Por la otra ventanilla descubro a uno de los que en tiempos no muy lejanos se denominaba un ejecutivo agresivo. Treintañero y calvito. Encorbatado y con gemelos en la camisa, la chaqueta colgada en su percha junto a la ventanilla de atrás. Fumador. Cabalga un coche potente y alemán que reluce a pesar de que su matrícula es de hace un par de años. Su rostro está contraído, pensando en sus negocios, digo yo, y circula altivo como puede trotar un poderoso purasangre rodeado de burros y bestias de carga. Buen provecho, hermano.

Ya en la capital, cuarenta minutos después, observo el desfile que ha cambiado de fisonomía. Ahora se trata de ser el más rápido en la salida del semáforo, de ser el más ágil en enfilar el hueco por el que se ahorran ocho décimas de segundo. Una fauna variada me ofrece pañuelos de papel, rosarios de cuentas brillantes, botellines de agua. Venga, dame uno. Lo cambio por un euro y echo un trago del líquido de la vida, tras cerciorarme de que no lo han rellenado previamente. Honrado el tipo, me ha vendido género de primera. Le levanto el pulgar sintiéndome yo también un tragamillas audaz. Estoy loco por dejar mi mazmorra de acero y en la primera P blanca sobre fondo azul que me avisa de un párking de pago, me cuelo y ‘pulse el botón para obtener su ticket’, me repite varias veces hasta que le zumbo con fuerza suficiente. Uf, ha terminado la primera escaramuza de la primera batalla de la guerra de un día en la ciudad, me digo cuando subo por las escaleras y la urbe, ya más que despierta, me recibe como un regazo pegajoso y poco amable de gente apresurada y tráfico que asusta. Sigo vivo.

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