Ya en la madrugada, el viento del nordeste me traía el rumor de la cercana autovía como si pasara por debajo de mi ventana. A quién se le ocurre acercarse a la capital, de la que solo me separan unos pocos kilómetros, a solucionar un asunto a primera hora de la mañana, teniendo la oportunidad de hacerlo más tarde. A mí, que no debo ser muy despabilado. Cuando me di cuenta, estaba embutido en un atasco de varios miles de coches que avanzaban a paso de tortuga, todos en la misma dirección. Creo que tardé sobre veinte minutos en recorrer unos pocos de metros, hasta llegar al siguiente nudo de carriles y desvíos. Por todas partes seguían llegando carros de fuego con las luces aún prendidas, pues estaba amaneciendo.
La radio comenzó a repetir más de lo mismo y recurrí a mi autoridad, tan poco utilizada, para hacerla enmudecer. Siguiendo un viejo proverbio, cambié la ira por el nirvana y procuré encontrar el lado positivo del momento. Nada mejor que analizar el paisaje humano que me rodeaba. Durante un tiempo, a mi lado circuló una joven madre que tamborileaba sobre el volante, mientras tres pares de ojos, piernas y brazos se agitaban en el asiento posterior. Los menores, que nos dan ejemplo tantas veces, y por la fuerza de la costumbre, no participaban de la impaciencia de la conductora. Ellos iban jugando, riendo y mirando a unos y a otros. Como era su obligación. Descubrieron que yo los miraba y me convertí en un motivo más de distracción. El viejo ese que va ahí solo, debían pensar y decirse mientras me hacían muecas y carantoñas. Como les respondí, haciendo mis propios visajes, se entabló una comunidad de intereses que nos mantuvo un rato olvidados de la cansina caravana. La serpiente de faros y pilotos rojos nos alejó al rato.
Luego sentí llegar por detrás a un airoso motero sobre jaca mecánica de porte campero. Zizagueó mientras pudo y con un caballito se alejó por el arcén derecho, probablemente riéndose de quienes íbamos a cuatro ruedas. No pasa nada, me dije, lo hará todas las mañanas y ahí sobrevive y disfruta. No todo va ser rutina. Por la otra ventanilla descubro a uno de los que en tiempos no muy lejanos se denominaba un ejecutivo agresivo. Treintañero y calvito. Encorbatado y con gemelos en la camisa, la chaqueta colgada en su percha junto a la ventanilla de atrás. Fumador. Cabalga un coche potente y alemán que reluce a pesar de que su matrícula es de hace un par de años. Su rostro está contraído, pensando en sus negocios, digo yo, y circula altivo como puede trotar un poderoso purasangre rodeado de burros y bestias de carga. Buen provecho, hermano.
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