viernes, 4 de abril de 2008

Escaparates

Hacía años que no daba un paseo por el viejo barrio de la gran ciudad, donde viví unos pocos meses de mi vida. Empezaba a bullir, aunque sin la grandeza pasada. Hoy, tanto la actividad comercial como la económica de la ciudad parece haberse desplazado a otras zonas. No eran todavía las ocho y hasta las nueve no me atenderían en el sitio a donde tenía que ir. Más de una hora por delante para mirar el paisaje, sobre todo humano, aunque también urbano, que éste no ha cambiado mucho.

Primera decepción: el bar de una esquina donde solía tomar mi primer café –creo que sorprendí una mañana a mi amigo, el dueño, manipulando la máquina tragaperras, pero sabe el cielo que nunca podría jurarlo- está cerrado. Más que cerrado, con aspecto de abandono hace tiempo, pintarrajeada su persiana metálica por un no-artista del spray. Sigo caminando y llego hasta otro que sí me recibe con su reconfortante olor a café y tostadas. Como no me importa demasiado lo que cuenta el periódico, usándolo como muleta -así le llamaban los antiguos carteristas- observo a un joven padre dando el desayuno a su pequeña de cuatro o cinco años. Paréntesis: pocos seres habrá en el mundo más tiernos, más dulces, más inocentes, más cautivadores que una niña de esa edad. La niña de los ojos de cualquier padre. Entiendo, compartiendo, la pena y admiro la noble entereza de Juan José Cortés. Cierro paréntesis. La mamá debe haber entrado antes a su trabajo y el hombre prefiere ir al bar, donde entre bromas y pequeños engaños va convenciendo a su arcángel para que se termine un jugoso emparedado de mantequilla y jamón york. Casi lo consigue, pero la doñita no apura su vaso de cacao y leche. A esa edad se tiene una reserva vital impresionante y las pequeñas células se alimentan casi del aire. Luego saltará, reirá, jugará, charlará y se moverá quemando mil calorías más de las que ha ingerido. Milagros de la naturaleza.

Después de la hermosa escena familiar, de la que me he permitido ser un mirón que la disfrutaba casi como propia, ya voy camino de mi burocracia. Me cruzo con él y nos reconocemos tras medio segundo. C..., Pedro. Ídem, Felipe. A estas alturas qué importa si su verdadero nombre es Felipe, o no. Está muy desdentado y el pelo del que presumía hace más de treinta años casi ha desaparecido. Vivió una época feliz en que era representante de comercio y pasaba tres o cuatro días a la semana en viajes de negocios. Cuando volvía me contaba historias de ligues, iba mucho por la costa del Sol, que eran casi imposibles de creer. Yo siempre cortaba la mitad de la mitad, que algo sí que caería. Cuando vinieron las vacas flacas, tenía esposa, dos hijos, una hija y perdió oficio y beneficio. Trampeó algún tiempo y sé que llegó el notario a levantar acta de embargo de su vivienda, que salvó casi al punto de tocar la campana. Luego fue taxista a sueldo, sólo sabía conducir y hablar, uno de sus hijos murió de VIH, del otro solo me dijo que está bien y la niña se casó y vive lejos. Mejor.

Lleva unos años jubilado, él sabrá cómo lo consiguió, pues debe tener los sesenta casi recién cumplidos. Ha debido quedarle escasa paguita porque me dijo muy feliz que hacía veintitrés escaparates. Esto es, se levanta temprano con cubo, detergente y mango articulado para la escobilla, igual que las del coche, para limpiarlos por fuera. Cuando se abren las tiendas, él ha borrado las huellas de los dedos, de las narices pegadas e incluso de algún vandalismo. Me dijo que cobra quince euros al mes a cada negocio pero, conociéndolo, creo que no llegarán a veinte los escaparates ni a doce euros el estipendio. Pero es feliz como una lombriz contándome la pequeña mentira y no le voy a quitar ese momento de gloria. Rechaza el café a que le invito, pero lo piensa mejor y entra conmigo en otro bar. No toma café sino aguardiente seco. Ya había tomado café, me dice y hago como que me lo creo. Se niega a detallarme su biografía reciente, cuando le cuento algo de la mía. Vamos tirando, me resume y enseguida me habla de su otrora pasión, el fútbol. No sé por qué pero me da la impresión de que ya le importa un pimiento que pierda o gane su equipo.

Se aleja con su cubo, su limpiacristales y renqueando ligeramente de una pierna, lo que no sé si es teatro o realidad, y yo me encamino al edificio oficial donde si me atiende una señora procuraré ser zalamero con ella y si es un señor, me conformaré simplemente con que no me suelte un bufido. Tal vez peco un poco de machismo.

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