domingo, 6 de abril de 2008

Operaciones

Imaginen a alguien que cada día ha de circular junto a la muralla de Lugo, y en esa ronda sufre incluso más de un atasco. ¿Creen que le quedan ánimos para disfrutar de esa poderosa cerca que levantaron los romanos y que orgullosa mostrará a familiares o conocidos que vienen a conocerla? Si para ir a la compra diaria, un segoviano camina cerca de, o cruza incluso por debajo del impresionante acueducto, donde es difícil apreciar si se usó argamasa para sostener los robustos sillares de que fue construido, ¿creen que se extasiará unos minutos contemplando la bella simetría de sus arcos?

El paisaje urbano, por maravilloso –hoy lo llamaríamos simplemente turístico- que sea en sí, se convierte en invisible para los que están a diario inmersos en él. Es más, quienes han nacido en esa ciudad -estoy pensando por ejemplo en cuántos sevillanos que se disponen a pasar varios días en un campamento de lona y tierra, bailando y bebiendo, han dedicado una mañana a subir a la Giralda o a contemplar una por una las capillas que bordean las dos grandiosas naves laterales de su catedral- muchas veces no conocen la historia, ni la trascendencia que puedan tener cualquiera de los monumentos junto a los que transitan a diario.

Vivo ahora en un pueblo casi sin historia. Quizás algún caserón del XVIII, retocado hasta el infinito tras dos o tres siglos, me ve caminar cada mañana. Antes viví a quinientos metros de una antigua factoría romana de salazones con los restos de una villa que luce un breve trozo de suelo de mosaico casi totalmente arruinado. Un taller de empleo ‘puso en valor’, ojo al término hoy tan usado, parte de esas ruinas y ajardinó pobremente sus alrededores. Alguna mañana de sábado –pues los domingos que podrían visitarlas más gente, está cerrado el recinto, cosas del funcionariado- he pasado algunas horas allí, disfrutando de su silencio, de su marchita belleza, pero, ay, en una soledad casi absoluta. Es probable que en días lectivos se desplace algún grupo de colegio a visitarlo, pero la verdad es que paseo bastante por allí cerca y eso, en caso de ocurrir, no coincide con mi paso. En todo caso, me ha dicho alguna vez alguien, no son más que unas pocas piedras y un dibujo en el suelo ‘sin mucho mérito’. ‘¿Y la historia que encierra?’, he preguntado. Bah, me contestan. Sin demasiado interés, pero también sin demasiado desdén.

¿Será ese desinterés tan común el que muchas veces puede invadirme a mí también? Procuro que no, pero por si acaso y en desagravio, intento conocer el paisaje humano, donde cada sujeto tiene seguramente su pequeña historia y, sobre todo a cierta edad, está deseando que alguien la escuche.

Entro en una tienda que cierra porque parece que el negocio no furula. Hay cartelones que anuncian que todo está a mitad de precio. Compré no hace muchos días allí una corbata, ese símbolo fálico según algunos, pues desde hacía muchos años había dejado de usar la prenda –que por cierto, me ponía a diario durante muchos años también- y la necesitaba para una ceremonia familiar. Alguna apareció por algún sitio de mi casa pero tenía aires de pingajo. Me ayudó a elegirla una señora algo mayor que yo. En cuanto tuvo la ocasión, o sin ella, no recuerdo, me refirió que ella era clienta de esa tienda desde su apertura, y que no había llegado a tiempo para mercar alguna ganga importante porque había estado ingresada no sé cuánto tiempo en el hospital y llevaba pocos días en casa. Como me encontró receptivo a su narración, aprovechó para explicarme cuantas veces y por qué había entrado en un quirófano, cuáles eran sus padecimientos y el tratamiento que hacía para ellos. (En ningún momento le insinué mi ya concluida relación con la sanidad). No sé si le pareció advertir, pero creo que no, algún gesto que interpretó como de cansancio o impaciencia –en realidad no tuve ninguna de ambas sensaciones- y se disculpó abreviando su perorata y despidiéndose de mí hasta otro día. Durante casi media hora había sido feliz sintiendo que alguien la escuchaba. Yo también lo había sido pues tenía gracia y desparpajo explicando situaciones como las que suelen ocurrir en esos edificios monstruosos a donde se acude en momentos en que se soporta todo, por tal de recobrar la salud o aliviar sus achaques.

Decididamente, el paisaje humano tiene muchos alicientes que sobrepasan con frecuencia al urbano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es que los paisajes campestres, urbanos o marinos son siempre paisajes humanos.

Y no se lamente vuecencia por el desprecio ante las viejas e históricas piedras de nuestros monumentos. Son los pilares de la tierra, como las cartedrales. Limítese a tocarlos, a abarazarlos si puede (un árbol, una columna) y a captar la energía comprendida en su materia. Se sentirá fortalecido.