sábado, 3 de mayo de 2008

Dictaduras

Cuando veo ciertos desfiles callejeros, cada vez me acuerdo más de mi viejo pariente. Allá en los años sesenta, él era un circunspecto empleado de banco que usaba a diario traje y corbata, entre otras cosas porque su físico era un poquito ridi y él se endomingaba todos los días para parecer más personaje. No creo que se le pudiera llamar acondroplásico- que para divulgación, diré que es la anomalía congénita que en grado extremo supone el enanismo- pero su cuerpo poseía un tronco al que podríamos llamar normal, pero sus extremidades eran cortas y ligeramente deformadas. Usaba trajes a medida, entre otras cosas porque la confección en serie aún no había llegado y él no hubiera respondido a ninguna talla estándar.
Sobrepasaría por poco el metro cincuenta, algo que él ni sus padres habían elegido, pero que le había tocado en la lotería de la naturaleza. Caminaba con la cabeza erguida y quiero recordar que es la primera persona que conocí que usara unos discretos suplementos en los tacones de los zapatos. Como estaba muy lejos aún la moda de presumir de culito respingón, las americanas cubrían pudorosamente esa zona de las anatomías. Si acaso las señoras se permitían la falda estrecha, pero sin exagerar.
Murió su padre, mi tío lejano, y el primo se vistió de riguroso luto como ordenaban los cánones de la época. Bien por la prisa en confeccionarse el traje negro –había sastres especializados en duelos, que te hacían la ropa en 24 horas- o bien porque le gustaba que la chaqueta le tapara respetuosamente el trasero, que dicho sea de paso era ancho y poco agraciado, lo cierto es que en pleno funeral, una persona que estaba próxima a mí comentó que el doliente parecía otro cura más, al que le había encogido la sotana.
Como en esos sitios donde se requiere seriedad es donde con más facilidad salta la risa, una oleada de carcajeo me subió de la barriga a la boca y, al intentar contenerla, me salió por la nariz como el bufido de un gato resfriado y acompañado de su correspondiente guarnición de secreciones nasales. Se repitió una y otra vez la cosa cada vez que me venía a la mente el dichoso comentario y tuve que abandonar avergonzado la iglesia, entre las miradas de reconvención de tanta gente seria y dolorida. En el porche de la iglesia solté el trapo de la risa, donde se mezclaba la saliva, con las lágrimas y una mayor abundancia de moqueo.
Recuerdo esto cada vez que veo por la calle a quien, por seguir rigurosamente los dictados de la moda, se viste con ropajes que no solo no le favorecen, sino que ponen de relieve los defectos físicos, de los que no se suele tener ninguna culpa, y que con una vestimenta adecuada podrían resultar menos visibles.
Sin querer parecer machista, confieso que disfruto en la contemplación de los bellos y gráciles cuerpos de las jóvenes que con cualquier cosita que se pongan, lucen los encantos que la naturaleza y la edad les han concedido. Una cintura bien dibujada, un busto realzado y atractivo, una melena que se mueve con donaire me convierten en un discreto mirón, o detenido observador, que parece más fino. Como también, hagamos concesiones puramente estéticas, es agradable contemplar a un varón bien proporcionado, con un atinado look. Pero válgame el cielo, cuando a alguien –y me refiero sobre todo al bello sexo, pero también al feo- la moda le resalta los defectos, ya sea un flotador abdominal de naturaleza grasa, unas piernas torcidas, remarcadas por un pantalón pirata o algo parecido, la susodicha, y tantas veces el susodicho, haría bien en mirarse con objetividad en un espejo de cuerpo entero y valorar si esa camiseta ajustada, ese ombligo peludo y profundo, ese desagradable pliegue interglúteo –se puede traducir como raya del c...- al aire, bien podrían disimularse con unas prendas algo más misericordiosas.
(Al haber pisado unos terrenos deslizantes, hago proclama de que admitiré las collejas, virtuales, que ustedes tengan a bien sacudirme. Pero flojito, ¿eh?).

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