domingo, 18 de mayo de 2008

Aprendizajes

Vino a casa a hacer una pequeña obra. ‘Un chapú’, que dicen por aquí, porque lo de chapuza parece que suena algo denigrante. Era muy joven, aunque gustaba decirse oficial. Traía como peón a un amigo estudiante que intentaba ganar unas pesetillas y el hombre tenía poca experiencia en el arte de la construcción. Se confundía con no poca frecuencia, por lo que su amigo de infancia tenía que suplir con su trabajo, que casi se duplicaba por ello, la bisoñez del ayudante. Esto en los primeros ratos de trabajo lo llevaba con resignación cristiana. A medida que fue avanzando el día, y con ello el calor y el cansancio, al oficial le iba resultando más dura la impericia del peón. Y sin darse cuenta fue adoptando la actitud que por lo general utilizan los oficiales con los aprendices: esto es, dar las órdenes casi en argot y enfadarse cuando el novato no capta la orden y no la cumple o la cumple mal.

El día, o sea el trabajo, no terminó en olor de alegre camaradería. El oficial había tenido trabajo extra y el aprendiz había perdido de vista a su amigo de siempre y ya solo se reconocía a quien le daba órdenes y no siempre en términos de buen rollito. La vida nos guarda a veces situaciones que nunca habríamos soñado. Y por desgracia no siempre son motivo de júbilo. (Apunten esta frase en el cuaderno negativo de la filosofía barata. No siempre se despierta uno brillante).

El suceso me hizo recordar mi primer día de guardia en urgencias de un gran hospital, hace ya ..., bueno hace bastantes años, aunque yo no era tampoco un jovencito, sino más bien una vocación algo tardía. La mañana discurrió sin mayor agobio, con casos bastante intrascendentes que iba solucionando con mayor o menor soltura. Aunque descubra un secreto, la hora de la sobremesa suele ser tranquila en las urgencias. La gente sestea, o al menos se adormila, con el estómago ocupado, o se engancha a uno de esos programas de media tarde, ya sea el culebrón de medio pelo o los cotilleos de peluquería. Al rato después, bien por culpa de las digestiones pesadas o porque se toma conciencia de que se está algo malito, se vuelve a engrosar la cola de urgencias y el médico de puerta no para ni para respirar hondo.

Recuerdo que me llegó un caso ya algo más complicado, que lo mismo podía ser más que menos grave. Mi experiencia era cortita, o sea XS. Me enfrenté a él con decisión y fui tomando las precauciones necesarias para no meter la gamba. Una de ellas fue solicitar al ATS, entonces aún no se llamaban Diplomados en Enfermería, que le realizara un electrocardiograma. El hombre estaba nervioso y los trazos salían como con tembleque, el aparato tenía ya muchas horas de vuelo y de cuando en cuando se atascaba, en definitiva, que lo que yo pensaba que iba a ser una ayuda para ver más claro un diagnóstico, se convirtió casi en un instrumento de tortura que me sentía incapaz de descifrar. Era como si se hubiera producido un agujero negro en mi cerebro y mis no muy amplios conocimientos de electrocardiografía se hubieran reducido a cero.

Como al fin y al cabo, yo estaba en categoría aún, digamos, de aprendiz, recurrí a mi inmediato superior, casi arrastrando por el suelo la tira de papel que contenía las ondas, para mí indescifrables que reflejaban el funcionamiento de aquel cuore y se la mostré pidiéndoles su valoración e interpretación. ‘Tienes que repasarte bien el XX –aquí el nombre de un manual de electros- fue su respuesta. Y no me vengas con estas pamemas’. Quien no estaba para pamemas era yo y le contesté en un tono no muy amable, ‘Vale, eso me lo repites mañana por la mañana cuando terminemos la guardia, pero ahora cumple con tu obligación que es apoyarme en las dudas del tipo que sean. Cobro la mitad que tú y puedo, y voy, a recurrir a ti cuantas veces lo considere oportuno y tú tienes la obligación de atenderme’. Les juro que soy un tipo pacífico y diría hasta que mi hada madrina me concedió el don de una cierta humildad. Pero no estaba por aguantarle chulerías a aquel tipo, máxime cuando no estaba seguro de si el hombre que me esperaba en el box de reconocimiento, tenía o no un problema serio de salud.

Probablemente mi adjunto, superior, estaba quemado a esa hora; probablemente no vio motivo de preocupación en aquel trazado del electro; probablemente yo debería estar en condiciones de haber solucionado por mí mismo la situación. Pero, sin probablemente, este hombre, digamos que mi oficial, debería haber tratado con mayor delicadeza al aprendiz, yo, que tal vez era más ignorante de lo debido, pero al que no podía negar a priori, buena voluntad.

(Digamos que adelanto a hoy mi post de mañana para comprobar que os llega el mail que anuncia esta nueva entrada. Sabeis lo que os digo)

1 comentario:

Lister dijo...

Mal oficial, era muy joven quizas, en mi profesion de electromecanico comence de aprendiz con casi los dieciseis años, trabajabamos en reparaciones navales, me recuerdo bajando una caja de herramientas repleta al hombro, a la sala maquinas de un barco ruso, la caja pertenecia al oficial electrico que tambien estaba cebado y ademas era un borde, estaba todo desmantelado, en proceso de reparacion y el suelo habia que andar sobre los nervios de apoyo de las chapas que cubren la sentina, en estas estaba con la caja al hombro y cual funambulista, cuando patine, la herramienta desperdigada y yo me metia el angulo de una chapa en las lumbares, el dolor fue insoportable, pues el tiparraco ademas de ser vago que me tenia quemado, se empezo a reir...agarre un martillo y se lo lance a la cabeza, salio por patas de la sala maquinas...
Desde hace ya casi diez años mi cometido en la fabrica donde trabajo, es de jefe de turno, cuando se complica la cosa, todos y yo mismo doblamos la cerviz, que nadie me venga con que si yo soy oficial y este no, la profesionalidad es otra cosa y se demuestra tambien sabiendo enseñar al aprendiz, eso es ser un buen oficial.

Un abrazo