miércoles, 21 de mayo de 2008

Constancia

¿Se imaginan lo que es sentirse mal de pronto, a veces muy mal, con un fuerte dolor de cabeza, distinto al que se ha tenido otras veces, incluso sufrir una pérdida de conciencia, y al despertar sentirse solo media persona? Quiero decir que no se tiene dominio sobre medio cuerpo. Media cara, un brazo, una pierna que te han abandonado, media rostro que casi no controlas, una mitad que no responde a tus órdenes cerebrales. Un palo, que dicen los jóvenes. Es lo que se conoce como ictus, o hemiplejía –hemi, la mitad- y ya puede sentirse dichoso (?) quien sobrevive para contarlo. La sensación de no ser dueño de esa mitad del cuerpo hunde, al menos al principio, en una negra depresión. No olviden esto, por favor.

Encontrarse con viejos amigos, a veces solo conocidos con mayor o menos trato, encierra algunos problemas. Hace quince o veinte años, te exponías a que si preguntabas por los hijos, cambiara la expresión del interlocutor e hiciera, o bien como que no se había enterado, no se había querido enterar de la pregunta, o bien contestara con unas difíciles evasivas tras la que a veces intuías la existencia de problemas de adicción a sustancias peligrosas. Triste.

No hace más de un par de días, un gesto, una llamada, me hace acercarme a un conocido de hace años. Es el clásico tipo algo histriónico, dado a chascarrillos, a tomarse la vida como una cierta humorada, riéndose hasta de las situaciones complicadas. Nos saludamos, cambiamos las primeras impresiones, nos preguntamos por la salud, por la familia... La familia, alto ahí. Me narra las complicaciones de su hija mayor, que siempre fue algo complicada, la boda de su hija menor que va a hacerle abuelo. ¿Y el niño?, pregunto, y casi en ese momento pienso que debía haberme callado, que debí dejar que él tomara la iniciativa y diera, o no, cuenta de ello. ‘Hace ya cuatro años que murió’, me contesta, cambiando solo un momento de expresión.

Debí haberlo recordado antes. El muchacho padecía una rara enfermedad degenerativa, de esas que ya los libros te advierten la desaparición en las primeras décadas de la vida. Pero yo había calculado mal el tiempo. Naturalmente que había muerto. Quizás las últimas veces que yo lo vi, aún se le podía calcular alguna década de vida. Pero habían pasado bastante más de diez años. Aquel padre, hecho desde mucho tiempo antes a la idea, compartiendo el lento y doloroso apagarse de aquella vida joven, me respondió casi con naturalidad, pasando de inmediato la página y tomando un nuevo tema de conversación, que ya yo fui incapaz de proseguir en tono normal.

Fue también por esa época que coincide, sobre doce o catorce años, cuando yo me cruzaba con la ronda matinal de un hemipléjico. Estaba ya avanzado el verano y antes de la primera calor, el hombre seguía una ruta invariable, haciendo un esfuerzo más que visible para adelantar su pierna rebelde, el típico andar del segador que decían los viejos libros, sosteniendo la mano inerte a la cintura y apoyándose en un bastón para soportar mejor la marcha. Se tocaba con un sombrero de paja, a pesar de lo cual su rostro estaba muy moreno. Más tarde, lo veía ya en otro tramo de su recorrido y en la expresión de su rostro se adivinaba su lucha por sobrevivir, su enfado con el cielo y con la tierra por haberle enviado aquel daño, pero también su obstinación por no quedarse hecho un árbol caído, su tesón por enfrentarse a lo irremediable.

Debió haberle dado fuerte su mal. Era grande como el buey pío, que diría Juan Ramón en el Platero, pero se ve que era grande también su fuerza de voluntad. Debería andar rondando los sesenta, pero entre su corpulencia y aquel color moreno que le había proporcionado su constancia, parecía un hombre más joven dispuesto a atenuar la mala faena que la suerte le había jugado. Cada mañana libraba su lucha, con coraje, hasta con enfado diría yo, sin dar una oportunidad al mal, dispuesto a ganarle la batalla.

Y no hace tiempo también, una mañana, mientras tomo mi café sosegado entre gente mayor, una sombra grande casi ocupa la cristalera de la puerta de entrada. Miro hacia allá y no necesito mucho para reconocer al hemipléjico, ahora con el pelo blanco, doce o catorce años más viejo, apoyado como siempre en su bastón y dando como especie de buenos días, una broma a toda la concurrencia. Fui incapaz de decirle nada. Al fin y al cabo yo solo era un desconocido para él. Pero la visión de aquel luchador, de aquel vencedor que por recuperar, desde su manifiesto aspecto saludable, hasta su buen humor había recuperado, me equilibró el mal sabor de boca que me había dejado el preguntarle a un padre por su hijo que murió tan joven.

1 comentario:

Lister dijo...

Maldita ventanita, ya tenia escrito el comentario(Largo como dia sin pan)y en lugar de reducir la he cerrado, y desaparecido el comentario, que zoquete.
Venia a decirte amigo, que cuando notas aunque sea de refilon, el gelido y amargo aliento de la tristeza infinita en alguien que a perdido a su hijo, esta te golpea y abate poderosamente. Nuestros amigos perdieron a su unico hijo, de dieciseis años, en un estupido accidente en la mar, ya hace ocho meses pero es igual, el peor dolor imaginable, el llamado "Duelo negro" lo llevan marcado en sus ojos, antes bonitos y alegres, ahora profundamente tristes, sin vida y sin ganas.

Un abrazo amigo