miércoles, 14 de mayo de 2008

Creatividad

El edificio consta de dos pequeños pabellones, uno de los cuales ha sido añadido hace poco. En medio se encuentra el bar, no muy amplio. A este accedo muchas veces por la puerta de ese añadido donde en varias mesas, aunque sin mucho ruido ni voces, algunos parroquianos suelen jugar al dominó. Tampoco es raro ver a dos o tres sentados a una mesa, pero curiosamente, en silencio. Compartiendo, o administrando en soledad, recuerdos, preocupaciones o simplemente el nirvana. Es uno de mis ratos preferidos del día. Tomo allí, en ese bar mi segundo café, a veces el tercero, sin prisas, procurando ver y oír, aunque tampoco escatimo mi propia palabra.

Ayer quería mirar algo en un periódico y entré, creo que por segunda vez en todo el tiempo, en el otro salón. No se llama ni de lectura, ni biblioteca, ni nada. Salón a secas. Hay una vitrina con unos cuantos trofeos, me temo que de esos que se compran casi al peso, un par de estanterías hechas de obra en las que no había reparado anteriormente y con no demasiados libros, unas cuantas mesas y más o menos el mismo tipo de sillas que en cualquier otra zona del club. Tal vez aquí yo debiera decir lo de Groucho, que ‘menudo club si admite a tipos como yo’. Pero es un club abierto en el que basta que seas viejo y/o jubilata para que te estampillen un carné que creo que paga como cinco euros al año.

El periódico estaba pillado bajo otro que ya estaba leyendo uno de los dos presentes, eso sí, cada uno en una mesa. No voy a empezar mi relación diciéndole a un tipo que los periódicos se toman de uno en uno, así que opté por la vía pacífica del silencio y la resignación. Para hacer tiempo me pongo a mirar los lomos de la pequeña biblioteca. Me temo que se ha formado con material de aluvión, donde el personal ha ido soltando de todo, pero más que nada títulos que solo interesarían a un náufrago letraherido que volviera de una isla desierta tras veinte años si echarse algo impreso a los ojos.

‘¿Le gusta a usted la lectura?’, oigo que dicen en voz alta. Me vuelvo y es el acaparador de periódicos quien me está mirando. ‘Bueno, como es la primera vez que la veo, solo curioseaba un poco’, le respondo. ‘A mí me encanta leer. Y hasta escribir...’ El otro lector, que no ha abierto el pico, nos mira por encima de sus gafas de media luna. Pero sigue callado. ‘Siéntese aquí, si quiere’, me invita señalándome una silla en su mesa. ‘Le voy a enseñar algo que le va a gustar'. Yo pienso en un artilugio que convierta un trozo de papel de alto gramaje en billetes de diez euros. Eso sí que me gustaría. Ya los cortaría yo con cuidado en una cizalla.

Acepto su invitación, me siento a su mesa y debajo del periódico que yo venía buscando, saca una revista de divulgación de una editorial y una carpetilla azul, tamaño cuarto, con gomas, a la que se ve manoseada y con pátina de años. Me va explicando que acude dos veces por semana a un taller de escritura creativa, un día para poesía y otro para prosa y en la revista me va enseñando un meticuloso trabajo de subrayados, acotaciones y notas marginales. Con una llave marca dos o tres renglones y escribe una pomposa P mayúscula. Me aclara que de esa idea él puede sacar un poema, de ahí la P. Cuando hay acotaciones escritas en perpendicular al texto, en el sentido vertical de la página, me dice que con eso puede obtener un pequeño relato, pequeño me repite, como de tres cuartillas. Para demostrarme todo lo anterior, abre su carpeta azul y me muestra, con letra clara, márgenes y espacios ¡unas cuartillas! –yo pensaba que todo el mundo escribía ya en A4- en las que por la forma del texto se adivinan los famosos poemas o las breves narraciones.

Empiezo a notar una cierta inquietud en las piernas porque me sospecho que va a empezar a leerme todo el repertorio. Pero no, se limita a mostrarme su obra, barajando sus cuartillas, como si de un tarot manuscrito se tratase. Elevo mentalmente los ojos al cielo, dando gracias a la musa de la escritura porque no ha empujado a este hombre a hacerme participar de sus creaciones. Cierra la libreta y me explica sus actividades en los dichosos talleres creativos. De ahí pasa a hablarme de la boda de sus hijos, de sus nietos y por último de que ya tiene prácticamente resuelto el tema de su divorcio, que inició, imagínenlo, al poco de jubilarse. Tiene 67 años, me ha dicho sin que se lo pregunte y vive solo. ‘Todo esto me sirve de distracción’, me añade como colofón.

Acabáramos. He dado con un solitario, alguien que su afición no es el fútbol y que difícilmente encuentra interlocutor que le escuche sus afanes literarios. Mi anterior desconfianza ha ido derivando en comprensión. Le oigo todavía otro rato y teniéndome que marchar de verdad, y no por agotamiento, se lo digo, me levanto y me despide con un caluroso apretón de manos.

Ya en la calle, le digo a mi ángel de la guarda, o a quien haga sus veces, que me apunte la buena obra del día. Algo escasa, porque no todo el tiempo estuve en la mejor disposición. Pero, vale.

1 comentario:

Lister dijo...

Vengo de leer el post siguiente que escribiste y ahora lo entiendo todo picaron, tu Pedro le debias una al angel de la guarda, por librarte del señor este, y claro viste a la cieguita y te dijiste, esta es la mia, agarrate del brazo niña que yo te guio, oiga señor que llevo gafas oscuras porque estuve en un After hasta esta mañana y tengo todavia un pedal que voy ciega, nada nada a ti te llevo hasta una parada de autobuses, como que me llamo Pedro, nacido al ladito del Giraldo. Que astuto fuiste amigo, es mejor andar a la par con el angel de la guarda, que ya sabes que ese te la guarda, el muy jodio.

Un abrazo maestro