sábado, 31 de mayo de 2008

Subhistoria

Está mayo ventoso, como si marceara. Las copas de los árboles se zarandean de contínuo, dominan los vientos del oeste casi todo el mes y el Atlántico, una tras otra, nos envía borrascas, más o menos altas que recorren la península dejando aguaceros inesperados, crecidas de ríos y pedriscos que destrozan frutos casi en sazón.

Ha sido penoso ver cómo el Valle del Jerte, protagonista en su floración de cerezos, que atraen cada año a una masa de turistas para ver ese milagro efímero, ha perdido una parte muy considerable de su riqueza roja y dulce. Por otra parte, en algún rato de tele he visto cómo un granizo de enorme diámetro, ha dejado desnudas viñas y viñas de la Rioja, arrasando pámpanos y derribando al suelo los racimos adolescentes que un día serían caldo amable en nuestras mesas.

Hay toda una controversia entre quienes se empeñan en considerar un fenómeno casi apocalíptico el indudable cambio climático y quienes consideran que siempre hubo ciclos bonancibles y épocas de sequías o inundaciones, y que lo que hoy soportamos es el bombardeo continuo por los medios, sobre todos audiovisuales, de las consecuencias del clima con fines no siempre claros. Nacido en un pueblo y en una familia relacionada hasta hace pocas décadas con la agricultura, siempre he oído hablar del tiempo y su influencia sobre el rendimiento del campo, pues siendo zona de secano, tan pronto los campos lloraban de sed y se perdían cosechas no nacidas, o incluso no se sembraban las sementeras, o estas ya casi en granazón, se pudrían por los excesos del agua de mayo, siempre tan bendecida.

En esta discusión no tengo opinión. Que estamos en un ciclo largo de irregularidades climatológicas no me cabe duda. Que nos dirijamos sin remedio a un futuro cada vez más aberrante en cuanto al clima, no soy capaz de predecirlo ni de negarlo. Desde luego han sido en mí siempre más frecuente las dudas que las certezas.

Siempre recuerdo cómo me sonó curioso al menos, el intento de cambiar el calendario por parte de la Revolución Francesa, sometiéndolo al orden decimal. Se mezclaron matemáticos, abolicionistas y poetas. Los primeros intentando agrupar de diez en diez los días; los segundos pretendiendo eliminar connotaciones religiosas muy arraigadas en las nomenclaturas y los últimos, para mí, los verdaderos triunfadores, renombrando con su característica más significativa el nombre de los meses.

Así el año nacería en otoño, concretamente el 22 de septiembre, con el equinoccio solar, y este otoño comprendería los meses de Vendimiario, que se entiende a la perfección; Brumario que nos habla de nieblas y nubes y Frimario, menos comprensible en nuestro idioma, que sería el mes de la escarcha. Tras el otoño llegaría el invierno, y no me digan que no son poéticos sus tres meses: Nivoso, o de las nieves; Pluvioso, o de las lluvias; y Ventoso, que lo dice todo, entre finales de febrero y comienzos de marzo. Luego, en la primavera, vendrían los nombres terminados en –al: Germinal, cuando brota o germina la semilla; Floreal, cuando se llena el campo de flores; y Pradeal cuando son alfombra verde los prados. Por último el verano sería la época con nombres terminados en –idor: Mesidor, cuando se recolectan las mieses; Thermidor, cuando el calor se hace potente y finalmente, cerrando el año, Fructidor, cuando las primeras frutas del otoño que se asoman, perfuman la casa: las manzanas olorosas, las peras, las uvas...

Las semanas se convirtieron en décadas, y sus días, sin gran imaginación, venían a llamarse como primero, segundo, tercero,... y como al final resultaba un año de trescientos sesenta días, los cinco –o seis, si bisiesto- restantes, eran la fiestas de la Virtud, del Talento, del Trabajo, de la Opinión, de las Recompensas y de la Revolución.

Duró poco el invento, pues el Gran pequeño Corso, que duerme para siempre en el aparatoso túmulo de mármol, no sé si travertino o acoralado bajo la cúpula de los Inválidos, el emperador Bonaparte, eliminó aquella parafernalia, que para colmo, en vez de santos, para cada día del año, asociaba nombres como apio, asno, azafrán, berenjena, castaña, caballo, cedro, endibia, grillo, membrillo, piñón, sabina, tonel o trufa, hasta asignar uno a cada uno de los trescientos sesenta. Uno de los fines que empujó a Napoleón a volver al orden tradicional fue una especie de reconcicliación con el papado y naturalmente, con la iglesia.

Qué curiosidades nos cuenta la pequeña historia, ¿verdad?

2 comentarios:

CharlyChip dijo...

La situacion del clima es una de tantas cosas que estan sometidas al bombardeo de la tiranía de los medios de comunicacion...

La historia siempre esta llena de ideas de cambios..., la mayoría simplemente sucumben ante la costumbre, algunas quedas, estas se absorven e integran en la costumbre y desaparecen engullidas por esta perdiéndose para la mayoría de la gente el conocimiento de su origen...

Un saludo amigo

Lister dijo...

A terminado mayo tirando agua a mares en todo el nordeste de la cornisa cantabrica, inudaciones, cortes de carreteras, estamos sin luz cada 2X3.
Me gusta, si señor, me gusta que sus nombres sean indicativos de sus caracteristicas, que pena de calendario, es autentico.
Un abrazo compañero