lunes, 28 de abril de 2008

Crecimiento

Teníamos distintas edades y no excesivo trato, luego no podría afirmar que fuera mi amigo, aunque fuimos vecinos largos años. Tenía un nombre tan rotundo como Bartolomé. Ni se le podía a uno ocurrir llamarle Bartolo, porque contestaba secamente ‘Bartolo hoy no ha venido’. Si les aclaro que ser catalán le concedía un punto añadido de seriedad, no creo que nadie se moleste. Era catalán y franquista hasta la médula, aunque a estas alturas de la historia, esto tenga aspecto de contrasentido. Pero era de una familia de antepasados no catalanes, aunque él ya lo fuera de segunda o tercera generación. Conoció la guerra incivil siendo un niño, su padre era un pequeño empresario de esos que trabajan catorce horas diarias, y sufrió en primera, segunda y terceras personas aquellas calamidades que mejor no recordar. El triunfo de los que ganaron supuso para la familia una auténtica liberación. De hecho, Bartolomé –ni muerto, él, me atrevo a llamarle Bartolo- cuando tuvo edad de volar solo, abandonó aquella frontera con Francia y se vino al sur a vivir. Paradójicamente, añoraba cosas de aquella tierra donde había nacido y seguía tradiciones y costumbres como los panallets de Todos los Santos e incluso algún año nos regaló el libro y la rosa por Sant Jordi.

Pero no era a él a quien pretendía traer hoy a este mi modesto paisaje con humanos, sino a Toli. Ya pueden imaginar con ese diminutivo que era su hijo. Como lo de Bartolito se prestaba mucho a chufla y mofa, en vez de abandona la tradición de heredar el nombre del padre y del abuelo, le asestaron el mismo nombre a la criatura y se limitaron, él y su esposa, a buscarle ese apelativo que les permitía contestar ‘Sí, se llama Bartolomé, como el padre’, si es que a alguien se le ocurría preguntar el nombre completo del retoño.

Toli debe andar hoy rondando los cuarenta. Cuando lo conocí era tan solo veinteañero. Pero es para mí el ejemplo típico de lo que los psicólogos llaman ‘fruto de una madre castradora’. La mujer dominante, la señora que no tolera discrepancias, la madre-loba celosa que no permite que ni el viento roce a su hijo, ni permite a su hijo que se salga un milímetro de los carriles férreos que ella le impone. Si el niño no va bien en el colegio es por la ineptitud o la malicia de los profesores que le tocaron. Si los otros niños le dan bromas pesadas o se ríen es porque son hijos de malas madres que no saben educarlos. Si las notas escolares son repetidamente negativas, se le impone al hijo un absentismo escolar permanente hasta que concluya su edad de alumnado obligatorio.

Bartolomé padre desarrollaba un trabajo bien remunerado, con suficiente independencia como para permitir que su hijo fuera desde muy joven su ayudante. Nada de aprendizaje de tareas laboriosas o complicadas. Sólo le permitía hacer lo fácil, lo cómodo, en lo que no tuviera que esforzarse. Ya digo que cuando lo conocí, Toli era un niño grande, casi un bebé bastante alto, más bien grueso –su madre le obligaba a terminarse las generosas raciones- y simplón que llevaba una vida simple y rutinaria. Sus escasas amistades eran temporales, el tiempo que tardaban en parasitarle el máximo posible, ‘Toli, vamos a tu piscina’, ‘Toli, déjanos ese disco’, ‘Toli...’, hasta que su madre le desaconsejaba ese grupo y ella se encargaba de buscarle otros amigos que terminaban haciendo más o menos lo mismo. Con esos padres, Toli se fue haciendo un hombre-niño, no inmaduro, sino totalmente falto de recursos personales, pues la falta de iniciativas se le fue haciendo crónica, no tener que solventar problemas le impidió adquirir la capacidad de resolver uno solo y cuando el tabaco, el exceso de grasas alimentarias y el abuso del coche consiguieron que Bartolomé sufriera un infarto no mortal, Toli me preguntaba angustiado que qué iba a hacer si su padre moría. Le contesté con alguna evasiva, porque mi hada madrina no me concedió el don de los milagros ni el de contestar preguntas sin respuesta .

Años después Bartolomé se fue al Jardín, Toli y su madre no pudieron mantener su tren de vida, vendieron su vivienda con jardín y piscina y yo les he perdido el rastro. Allá donde se encuentren les deseo un mínimo de lucidez y un futuro lo menos negro posible. Amén. Que así sea.

sábado, 26 de abril de 2008

Tolerancia

Lo nuestro comenzó como un verdadero enfrentamiento. O al menos con una enemistad manifiesta. Hoy hemos alcanzado una relativa convivencia, o al menos, hemos llegado a un grado de tolerancia mutua, con unas reglas no escritas que nos permite estar cerca el uno del otro sin que salten chispas.

Al principio yo pensé que era su abuelo, o quizás su padre que con los años se hubiera vuelto zafio, intolerante, casi agresivo. Después recapacité, conté los años y llegué a la conclusión de que era descendiente de aquel (¿o aquella?) que conocí hace bastantes años. Su caminar decidido, su gesto algo arrogante, su astucia, su demostrada paciencia, su capacidad para el acecho y la finura y la agilidad de sus movimientos me demostraron que era un individuo en la edad de la potencia y el desafío. Es altivo, independiente, autosuficiente, quizás algo castigador.

La historia comenzó hace ya un puñado de años. Aprovechando el desnivel de mi patio, más bien mi pequeña jungla, hice un mínimo porche bajo el cual quedaba un hueco en pendiente. Mi idea era renunciar a aquella cueva, pero fue el albañil quien me dijo que por poco coste, podía tener allí un sotanillo de desahogo. Vale, pues se hizo. Con una puerta por la que había que entrar a gatas pero que me dio unos pocos metros para guardar bidones con restos de pintura o alguna herramienta de poco uso. Hubo que hacerle un respiradero con una rejilla. Esta era tan endeble que al poco tiempo se había deteriorado y terminé arrancándola. Total, era un mínimo hueco para entrar y salir el aire.

Un día, leyendo a la sombra, sentí unos débiles gemidos. No me moví y no tardé en ver llegar a la madre, de quienes debían ser unos recién nacidos. Una gata manchada, blanca, negra y fuego, de más de un cruce de razas, no muy joven, que acudió solícita a la llamada de sus cachorros. Entró por lo que yo había construido, ¿destruido?, sin saberlo: ¡por una gatera! Mi sótano se había convertido en la morada de unos tiernos okupas que eran quienes avisaban quejosos a su madre de que era la hora de amamantarlos.

Sabiendo quienes eran mis vecinos, estaba yo algo ansioso por conocerlos y vigilé la ausencia de la madre para abrir la puerta algo enmohecida para contemplar el cambio de uso de mi sótano. Tuve que buscar una linterna para alumbrar porque se habían instalado en el más profundo, y oscuro, rincón. Tres pequeños felinos, los ojos aún cerrados eran como tres bolas de pelo con irisaciones de piel rosada que dormitaban felices. Pero poco después sabedora, no sé como, la celosa madre de que su refugio había sido violado, no tardó en llevar a su camada a otro lugar más seguro y para mí desconocido.

Fue entonces cuando conocí al que debía ser el padre de aquellas menudencias. Un hermoso gato atigrado que se paseaba un día y otro día por encima de la tapia que me separa del patio vecino. Orgulloso, con desplante, caminaba, se paraba, se estiraba o se desperezaba ignorándome olímpicamente. Nunca supe si tenía nombre o dueño y como no soy habilidoso en los bautizos, me limité a llamarle ‘el gato’. Un día, igual de incógnito como apareció, se marchó sabe nadie a dónde.

Su sucesor, supongo, había tomado por sus reales mi silvestre jardín cuando volví, tras años de ausencia. Abriéndome paso entre matojos, justo debajo del olivo, saltó como un poseso con un maullido cuando casi le piso sin verlo, interrumpiendo una de sus siestas. Desde entonces debió declararme su enemigo pues me miraba con inquina, pensando que le usurpaba un territorio que consideraba suyo. Cuando volvía a instalarse en su feudo, basta que yo levantara la persiana, y mucho más si abría la cristalera, para que se pusiera en guardia, mirándome con recelo y al menor movimiento mío, huía ágilmente trepando por algún sitio. Noté que se había criado montaraz y libre, salvaje y solitario en este mínimo bosquecillo descuidado, sabía seguramente cómo y dónde cazar y cualquier presencia humana lo consideraba una amenaza. Poco a poco le he ido hablando suavemente, se ha ido acostumbrando a mi presencia respetuosa y ahora me brinda el espectáculo de sus poses de cazador, infructuoso muchas veces, de gorriones, quedándose quieto como estatua en posición de depredador astuto y estoy seguro de que me tiene limpio de de sabandijas el patio, al que de vez en cuando le retiro un poco de broza.

Ha heredado el nombre de su padre, o abuelo, y me parece que se ha acostumbrado a que le diga ‘gato’ en los cortos pero repetidos diálogos que mantengo con él. Miento. No hay tal diálogo, sino que, como si de un interrogatorio a un acusado silencioso se tratara, me mira, me oye pero no se digna pronunciarse, contemplándome con frialdad y, me temo, con una puntita de desagrado. Pero ya ni me huye ni me teme. Esa es la pequeña convivencia o al menos la económica tolerancia de que les hablaba al principio.

jueves, 24 de abril de 2008

Madrugada

Ya en la madrugada, el viento del nordeste me traía el rumor de la cercana autovía como si pasara por debajo de mi ventana. A quién se le ocurre acercarse a la capital, de la que solo me separan unos pocos kilómetros, a solucionar un asunto a primera hora de la mañana, teniendo la oportunidad de hacerlo más tarde. A mí, que no debo ser muy despabilado. Cuando me di cuenta, estaba embutido en un atasco de varios miles de coches que avanzaban a paso de tortuga, todos en la misma dirección. Creo que tardé sobre veinte minutos en recorrer unos pocos de metros, hasta llegar al siguiente nudo de carriles y desvíos. Por todas partes seguían llegando carros de fuego con las luces aún prendidas, pues estaba amaneciendo.

La radio comenzó a repetir más de lo mismo y recurrí a mi autoridad, tan poco utilizada, para hacerla enmudecer. Siguiendo un viejo proverbio, cambié la ira por el nirvana y procuré encontrar el lado positivo del momento. Nada mejor que analizar el paisaje humano que me rodeaba. Durante un tiempo, a mi lado circuló una joven madre que tamborileaba sobre el volante, mientras tres pares de ojos, piernas y brazos se agitaban en el asiento posterior. Los menores, que nos dan ejemplo tantas veces, y por la fuerza de la costumbre, no participaban de la impaciencia de la conductora. Ellos iban jugando, riendo y mirando a unos y a otros. Como era su obligación. Descubrieron que yo los miraba y me convertí en un motivo más de distracción. El viejo ese que va ahí solo, debían pensar y decirse mientras me hacían muecas y carantoñas. Como les respondí, haciendo mis propios visajes, se entabló una comunidad de intereses que nos mantuvo un rato olvidados de la cansina caravana. La serpiente de faros y pilotos rojos nos alejó al rato.

Luego sentí llegar por detrás a un airoso motero sobre jaca mecánica de porte campero. Zizagueó mientras pudo y con un caballito se alejó por el arcén derecho, probablemente riéndose de quienes íbamos a cuatro ruedas. No pasa nada, me dije, lo hará todas las mañanas y ahí sobrevive y disfruta. No todo va ser rutina. Por la otra ventanilla descubro a uno de los que en tiempos no muy lejanos se denominaba un ejecutivo agresivo. Treintañero y calvito. Encorbatado y con gemelos en la camisa, la chaqueta colgada en su percha junto a la ventanilla de atrás. Fumador. Cabalga un coche potente y alemán que reluce a pesar de que su matrícula es de hace un par de años. Su rostro está contraído, pensando en sus negocios, digo yo, y circula altivo como puede trotar un poderoso purasangre rodeado de burros y bestias de carga. Buen provecho, hermano.

Ya en la capital, cuarenta minutos después, observo el desfile que ha cambiado de fisonomía. Ahora se trata de ser el más rápido en la salida del semáforo, de ser el más ágil en enfilar el hueco por el que se ahorran ocho décimas de segundo. Una fauna variada me ofrece pañuelos de papel, rosarios de cuentas brillantes, botellines de agua. Venga, dame uno. Lo cambio por un euro y echo un trago del líquido de la vida, tras cerciorarme de que no lo han rellenado previamente. Honrado el tipo, me ha vendido género de primera. Le levanto el pulgar sintiéndome yo también un tragamillas audaz. Estoy loco por dejar mi mazmorra de acero y en la primera P blanca sobre fondo azul que me avisa de un párking de pago, me cuelo y ‘pulse el botón para obtener su ticket’, me repite varias veces hasta que le zumbo con fuerza suficiente. Uf, ha terminado la primera escaramuza de la primera batalla de la guerra de un día en la ciudad, me digo cuando subo por las escaleras y la urbe, ya más que despierta, me recibe como un regazo pegajoso y poco amable de gente apresurada y tráfico que asusta. Sigo vivo.

martes, 22 de abril de 2008

Petirrojo

Me tiende mi amigo una revista sobre ecología, que recibe cada trimestre y casi memoriza de repasarla una y otra vez arriba y abajo. No es ningún intelectual, ni mucho menos un vividor del cuento, a cuenta del truco del almendruco. Es un trabajador, que casi ni a pequeño empresario llega, que madruga mucho antes del alba y a esa difícil hora siempre tiene dispuesta una sonrisa que le brota sincera. Me dispensa el lujo de tratarme más como amigo que como cliente. No hace mucho me mostró un sobre que cuidadosamente tenía preparado: el resultado de las notas escolares de sus hijas, quiera el cielo que sigan tan buenas estudiantes, para hacerme partícipe de su alegría. No sé cómo etiquetar a quien comparte sus alegrías y se guarda para él sus pesares, que me consta que los tiene, pero se me quedan pequeños los adjetivos que conozco.

Ama la naturaleza como solo sabe hacerlo la gente que tuvo una infancia difícil y para ellos el campo era un refugio próximo donde todo les era dado gratis et amore. El aire limpio, el verde después de la lluvia, la calima en el verano que hace titilar los horizontes, la charca en que bañarse desnudos para mitigar el fuego de julio, la brisa que al anochecer acaricia trayendo aún sabor salino, pues no está el mar tan lejos. Pasó de buscar gusanillos que poner en los pequeños cepos para los pájaros a respetar la vida de estos, limitándose a su contemplación silenciosa y contarme luego las variantes del canto del jilguero o imitar con su silbido los trinos de más de dos o tres especies. Fue él quien me descubrió la vida ya casi urbana del petirrojo y me contó cosas de él que luego más tarde constaté en libros y archivos de sonido. Pasea largamente cada tarde, después de una merecida siestecilla y me dijo que en tal árbol de un parque periurbano podía descubrirlo. Efectivamente allí estaba con su pecho anaranjado aunque fui incapaz de saber si era el macho o la hembra. Ambos se encargan y se turnan para alimentar a sus pequeños. Hay conocimientos que lo enriquecen a uno.

Sus pequeños descubrimientos me los cuenta con la ilusión con que un niño se encuentra una moneda. En tal sitio hay un algarrobo hembra, me comenta, cuando le hablo de la esterilidad del mío, macho, que me cobija con su sombra y me pone perdido el techo del coche con su polen. Aprovechó su día libre de hace años, cuando aún era un joven padre cortito de presupuesto, para desplazarse más de ciento cincuenta kilómetros para mostrarles a sus hijos una laguna con millares de flamencos, y a la vuelta, al día siguiente me contaba la experiencia con los ojos iluminados.

Como también lee –sí, no se asombren, que les hablo de un hombre cuyos estudios no rebasaron la Primaria- no hace mucho me comentó el libro que le ocupaba en esos días. Era el segundo de una trilogía que yo había leído y rebusqué por casa hasta encontrar el tercero. Cuando se lo llevé no necesitó tampoco muchas palabras para demostrarme su agradecimiento. Ahora, algunas mañanas me detalla con pelos y señales por donde va leyendo y yo asiento con la cabeza, intentando demostrarle que recuerdo –que no es verdad, porque hace años que lo leí- todo lo que él me cuenta. No creo faltar a ningún mandamiento por insinuar ese falso testimonio. Con gente así el mundo no merecerá aún que lo arrase el fuego y el azufre del cielo.

domingo, 20 de abril de 2008

Vivimos inmersos en prejuicios sin sentido. Cuadriculamos innecesariamente nuestra agenda vital -para una tarde de ocio, para un fin de semana, para unas vacaciones- como si se tratara de nuestra rutina laboral. Los lunes, zapatos serios y ropa adecuada; horario bien construído; coffe-break a su hora y ni un minuto más; transporte milimetrado; comidas a sus horas, casi seguro con prisas; reposo, lectura, tele (!) y a dormir. Martes, más X, más J, más V, casual indumentaria como presintiendo la alegría de un descanso programado y proyecto para ocupar la mente y el tiempo. Sábado de carrito en el súper, extras muy pensados, alegre mañana de domingo y tarde de melancolía, rumiando el tedio que comienza otra vez. Y vuelta a empezar.

Ah, pero viene la fiesta, también con agenda previa. Qué alboroto, ropa nueva y vistosa, alegría forzosa, desilusión rabiosa. No. No es que ande bajo el negro paraguas de la depresión primaveral. Es que esta mañana mi paisaje humano se tiñó de pena por una niña. Es abril, pero como la luna de Parasceve madrugó en marzo, todo el calendario supeditado a ella, temprano acontece lo esperado, y abril se hace mayo antes de tiempo.

Hoy era mañana de comuniones. Respetando usos y costumbres, no vaya nadie a tomarme por aguafiestas, el antiguamente llamado 'pan de los ángeles', se reviste en nuestra cultura de nuevos ricos en escaparate de vanidades. Pero, ay, estamos aún en abril, que se ha vuelto locuelo, como si de un febrerillo despendolado se tratase, y hace viento frío, amenaza lluvia y se asustan los pájaros silenciosos. Una familia baja algo apresurada de su coche. No son protagonistas, sino invitados. No va una niña/novia de tules o un chaval formalito de corbata y cordón dorado al cuello. Pareja de mediana edad, hijo mayor de atuendo moderno pero estudiadamente festivo y, ay, de nuevo, ay, joven damisela presumida que hace ya alguna semana, cuando en las tardes de verano presentido, el tiempo invitaba a tomar el sol, eligió un modelito casi de verano. Lleva los hombros al aire y el vendavalillo agita el tejido tenue que la cubre. Es la edad en que no va a destrozar su sueño de pasear el lindo espectáculo de su desfile de niña bonita una borrasca inoportuna que viene del Atlántico. No va a cubrirse con algo protector y azulean sus labios por el frío, a pesar de carmines y coloretes. Es una contienda entre la razón y la moda, que la primera tiene siempre perdida.

Pobre chiquilla presumida, que tal vez discutiste con tu madre toda la mañana y has terminado ganando la batalla que implica una derrota de tiritones sufridos, esforzando una sonrisa. Quiero pensar que la iglesia estará tibia de gentío y desayunarás en un salón acogedor a buena temperatura. Que tu sacrificio de ese frío inocente y quinceañero tenga el premio de cien ojos que te admiren y al menos cinco frases que te arrullen. Vas muy bella.

miércoles, 16 de abril de 2008

Tabaquerías

No siempre está el horno para bollos, o la Magdalena para tafetanes, como tanto le gustó a mi apreciada amiga. Mi afición es más bien contemplativa y prefiero atender más al paisaje humano que al urbano. Pero a veces se te cruza en ese paisaje de personas y personajes algún espécimen que te revuelve el estómago. Fue ayer y casi coincidentes. Con los cual se produjo un efecto sinérgico, esto es, cuando uno más uno suma tres o cuatro. Veamos.

Todos tenemos vicios y virtudes, cualidades y defectos. Entre estos últimos acaudalo varios cientos y uno de los más inocentes es leer por la calle. Si compro el periódico o me alargan un gratuito, me falta tiempo para hojearlo/ojearlo pero caigo en la tentación de engancharme en alguna cosa que me llama la atención. Las cuestiones de las subprime me afectan pero no me conmueven. Las politiquerías también me afectan pero es como el ruido del tráfico, que se sabe que es un mal necesario y termina uno tragando el humo porque no le queda otro remedio. Pero salta en cualquier página algo que llama la atención y allí me embebo. No soy tan irresponsable de jugarme la vida en la calle desatendiendo mis obligaciones de peatón, pero levanto la vista y me cercioro de que puedo caminar diez o quince metros sin atropellar a nadie o pisar en blando. Cuando tengo que cruzar, localizo el paso de cebra y a él me acerco, esperando que no haya depredadores al volante.

Pero mira por donde, ayer me tocó uno. En una esquina, paso por encima de las rayas blancas y a mitad del recorrido se acerca ligerito un no tan joven que se encuentra de pronto con mi cansina figura delante de su morro. Tuvo que frenar, claro, y se ve que se asustó. Pero lo incongruente fue su reacción: tocó su claxon con furia y me espetó ‘Vete a pasear al parque’, añadiendo alguna palabra poco delicada para mis familiares. El tipo, no tan joven, repito, llevaba el chunda-chunda de la radio a todo trapo, el cigarrillo en la boca y no le vi el cinturón de seguridad cruzándole el pecho. ¿Me agacho y le ladro a todo perro que me ladre al pasar? Ignoré a semejante zoquete, que arrancó chillando rueda en cuanto se convenció que no me corneaba por los aires.

Pero unas horas más tarde, en un programa que sigo viendo en la tele, a pesar de su evidente decadencia, observo algo que me resulta también chocante cuando menos. El viejo presentador, con quien compartía frecuentemente unos kilómetros de ferrobús, cuando yo aún no cumplía los veinte y él unos pocos más, es, seguramente sigue siendo, adicto al tabaco, allá él. Durante bastante tiempo el cigarrillo le acompañaba en sus entrevistas, pero la ley antitabaco, una de las pocas cosas con las que estoy de acuerdo empezando por anti-, se lo impide ya. Ayer, porque no estaba prestándole mucha atención, levanto la cabeza y me sorprendo porque deduzco que vuelve a fumar ante la cámara. Un delgado hilo de humo azul cruza por la pantalla y lo primero que pienso es que se está jugando el tipo con su tozudez. Cuando averiguo el verdadero origen de esa columnilla de humo, casi me irrito aún más. Procede de un palito aromático que se quema encima de la rebuscada mesa. Está claro que ni entrevistador ni entrevistado están fumando, pero para ‘dar ambiente’, ese palito aromático sustituye al cigarrillo, con el mensaje subliminal de que es bueno que el humo acompañe a la conversación, de que la hace más entrañable y relajada.

A mis años, cuando presumo de haber sido fumador bastante tiempo, pero también hace un buen puñado de siglos que no enveneno mi organismo, y que además suelo definirme como un no fumador tolerante, me vuelve intolerante esa provocación, ese amaño, ese subterfugio. Está claro que nadie le hará desistir de que encienda su palito en la pantalla, eso no está prohibido en ningún sitio, pero está enviando un mensaje implícito sobre las bondades del tabaco que hará que más de uno y de cien espectadores, enciendan su cigarrito. Me subleva además que esto ocurra en una cadena pública, a cuya financiación contribuyo, pues mientras haya mensajes encubiertos de este tipo, de poco valdrá que salgan anuncios disuasorios, que las cajetillas tengan su leyenda de enfermedad y muerte, que diserten personas de relieve exponiendo los peligros del fumeque. Alguien con gancho les está invitando a lo contrario. Solo faltaba que reciba un incentivo, léase pasta flora, de las tabaqueras.

lunes, 14 de abril de 2008

Fandanguillo

Tardé un poco de tiempo en asociar al personaje con la misma persona pues tenía dos estampas distintas. Pasaba por su puerta, casi siempre con la compra del día en una calle estrecha y con cierta pendiente, por lo que iba más a lo mío que a lo que me rodeaba. Lo entreveía, sentado solo un paso por detrás de la acera, la mirada un poco perdida, con ese ensimismamiento de los ancianos cuando uno sabe que está mirando hacia su interior, envuelto en la nube lejana de sus recuerdos. O simplemente, en la nada. Muchas veces me hacía evocar al abuelo 'Vítor' de Víctor Manuel, con esa impresión de estar viendo a un testigo del tiempo pasado. ¿Qué recuerdos desecha y en cuáles se detiene, reviviendo momentos que le gratifican? Solía estar inmóvil, ajeno al paso de quien fuera, y eso me hacía pensar en la depresión oscura y dolorosa de la vejez, o peor aún en la demencia que convierte en vegetales agostados a quienes en tiempo alimentaron ilusiones y se enfrentaron a la vida.

Por otra parte me gusta frecuentar la compañía de los que son algo mayores que yo, siempre dispuestos si alguien los escucha a narrar vivencias por las que pasaron o que imaginaron con cierta verosimilitud o que cuentan las ajenas como si hubieran sido propias. Es muy raro no aprender algo o no sentir una satisfacción de todo ello. Por eso, cuatro o cinco días a la semana me tomo el segundo café mañanero en el club de los pensionistas, o de la tercera edad dicho en plan más fino, pero al que todo el mundo llama 'los viejos'. Desde la barra contemplo a los que formando una especie de corro sin normas, dejan pasar un rato de su tiempo mirando al que entra o sale, cambiando un saludo o un mínimo improperio sin ánimo de molestar, puro 'animus iocandi'. No están en el salón de juegos, desde el que llega el sonido de las fichas de dominó al entrechocar o las exclamaciones de enfado o carcajeo según alguno más ruidoso gane o pierda, o simplemente le reproche al compañero que haya puesto el cuatro cuando cree que debería haber entrado la blanca o el tres.

Muchas mañanas estaba allí sentado. Si han visto un retrato de Unamuno, ya anciano, tienen dibujada su fisonomía. Con unas cejas hirsutas y enarcadas, como en un permanente ceño con algo de enojo, las mejillas hundidas, los ojos vivos como carbones, la nariz en gancho buscando una barbilla que se alarga prominente. Era comúnmente silencioso, se limitaba a corresponder al saludo de alguien conocido, pero seguía con su mirada cada movimiento y en ella se dibujaba un interrogante si percibía algo que le resultara interesante, por nimio que fuera. Cuando se levantaba conformaba una figura quijotesca, erguido, alto y enjuto, apoyándose levemente en un bastón barato de tienda de chinos. Por fin lo asocié con aquella otra figura que no se movía ni pestañeaba, a escaso a medio metro de mí en el portal delantero de su vivienda. El Rubio me confirmó que no venía a diario. 'Hay días que no se mueve de su casa, no porque esté torpe, sino porque ni se aguanta a sí mismo, ni aguanta a los demás'. Filósofo, el Rubio, de quien les tengo prometido un perfil.

La sorpresa me la llevé el día que, sentado en su sitio de costumbre, después de hacerse un poquito de compás con su bastón, se arrancó con un fandango. Tenía voz potente, no desafinó lo más mínimo, la letra era expresiva y bien vocalizada y cuando lo concluyó, volvió a su hieratismo habitual sin hacer caso de los varios comentarios que suscitó su ocurrencia. 'No es la primera vez que canta', me aclaró el Rubio. 'Si le da por ahí, echa su cante de buenas a primera y luego se queda tan tranquilo'. La ciclotimia que todos soportamos y procuramos disimular, me dije, pero que a él le importa bien poco que se le note o se le deje de notar. Al fin y al cabo yo sabía que había cumplido los noventa y no sé si alguno más.

Esta mañana, solo dar los buenos días, me anuncia el Rubio que el Gali ha muerto. Nunca supe, ni lo voy a preguntar cuál era su nombre de pila. Para todos era el Gali y así quiero recordarlo. Me da igual que fuera un diminutivo o un apodo. Me aclaran que el sábado por la noche le dio algo de dolor en el pecho y como no se le pasaba, lo llevaron al hospital. Un rato después había muerto. Apelo a mis cada vez más lejanos conocimientos de medicina, para forzarme a pensar que como muchos ancianos sufrió el infarto casi sin dolor. Sus organismos están tan gastados que ni siquiera el lujo del dolor pueden permitirse. No sé con quien vivía en aquella casa de la calle estrecha. No sé si tenía mujer, si deja hijos o nietos. Nada. Para mí era el Gali y siempre lo voy a recordar cantando aquel fandango vibrante y templado, para pensar que así me gustaría a mí llegar a viejo, siendo capaz de hacerle una higa al mundo circunvalante y desafiar con un cante a la Huesuda. Si se ha marchado a algún Jardín, allí seguirá estoico, llevando en silencio su pena o compartiendo su ánimo con un fandango bien dicho.

viernes, 11 de abril de 2008

Orgullosa

Debe andar cerca de los setenta, veinte más que cuando la conocí. Era entonces mujer en el punto inmediato posterior a la plena madurez, Como esa fruta a la que le quitamos –o no- una mínima porción que ha comenzado a oscurecerse, o al menos ha llegado a un punto de blandura que la hace ya no deseable para los muy jóvenes. Consciente de su poderío físico, de su aún no marchito atractivo esplendoroso, que sabía de miradas lujuriosas, de avideces reprimidas, que la hacían levantar orgullosa el mentón, como proclamando a todos los vientos que era hembra de un solo hombre, o de ninguno, aunque fuera objeto soñado de muchos.

El pueblo era entonces poco más que una carretera con casas a ambos lados de la calzada, dos o tres haciendas de olivar con sus tapias y cercados, como marcando el territorio diferente entre ricos y pobres, más un par de barrios nacidos posteriormente, algo alejados de la pequeña iglesia y el estanco, lo que a su vez les concedía entidad propia y sentimiento de independencia. Luego hubo olivares que se cuadricularon en parcelas, a las que llegaron la luz, el agua y el asfalto. Con una arquitectura las más de las veces pretenciosa, se levantaron casonas de distintos estilos. Sus dueños se sentían vecinos privilegiados de la gran ciudad que se extendía más abajo junto al río y no solían mezclarse con la gente de siempre del humilde caserío.

El fenómeno no quedó ahí, sino que como consecuencia de la proximidad a la gran urbe y con la falsa sensación ecologista del aire puro, se levantaron edificios de hormigón, ladrillo y cristal, eso sí, con espacios ajardinados y piscinas azules. Pero también rodeados de vallas y setos que los aislaban de la plebe. Vino luego la moda de los nidales de pequeñas casas, falsamente típicas, unas tejas, un patio pequeño y el blanco de las fachadas que ya no era cal sino pinturas sintéticas, adornadas y protegidas con rejas de barra hueca. ¿Podremos nunca llamar a esto, el progreso?

Pero volvamos a nuestra mujer del comienzo. El tiempo, el trabajo, las estrecheces, tal vez la viudedad, pero sobre todo el tiempo, han corroído aquella imagen de belleza bravía, de andares jacarandosos, de silueta grecorromana. No ha hecho presa en ella la obesidad o la desidia, ni ha teñido su cabello con falsos rubios o chirriantes caobas. Pero la artrosis ha enmohecido sus caderas y su caminar es más laborioso, su pelo es gris y su furiosa melena de antaño es hoy un peinado modesto, pero no por ello vulgar. Camina con la espalda erguida como siempre, el mentón desafiante, mas sus ojos pregonan con matices apagados el deterioro de su mirada.

Nunca contesta al saludo de un forastero, tal vez porque durante tantos años, su posible respuesta le inducía a pensar que después de un saludo tal vez vinieran proposiciones que no estaba dispuesta a oír. Ha envejecido libre y honesta, guapa y despreciativa, sabiendo que es dueña de sí y de los dones que a la naturaleza le está costando disminuir. Cuando me cruzo con ella, me mira a los ojos y en silencio me dice que soy su viejo conocido, pero su código antiguo le prohíbe cruzar la palabra con desconocidos. Y yo respeto ese código.

miércoles, 9 de abril de 2008

Carantoñas

Si estamos solos -el televisor y yo- suelo dejarlo en testigo pasivo, apagado y silencioso, de mis afanes. Otras veces coincido con quien, a mi lado, prefiere convertirlo en máquina de sonidos y luces. Lo compartimos buenamente.

Hace uno o dos días, en un programa que conduce un señor muy venido a menos, aunque nunca fuera santo de mi devoción, se desarrollaba una entrevista cuyo interlocutor -del venido a menos- era un personaje atildado, de los que se sienten en la difícil obligación de ser ingenioso en cada una de sus respuestas. Más bien 'grasioso', que es algo dolorosamente distinto. Si me aislaba acústicamente podía observar su lenguaje no verbal: muecas, expresión corporal, gestos, expresiones faciales. Daba lástima. Pero también es cierto que estaba muy condicionado por la época que le tocó vivir en su juventud, de las circunstancias que le rodeaban entonces y que posiblemente influyeron de forma permanente en su actitud ante la vida.

Era un mariquita viejo. No un homosexual que hubiera elegido y/o asumido su opción con todas las consecuencias que -aún- comporta ser un distinto de muchos, un inaceptado por algunos, un valiente con capacidad de desafío. Presumía de ser de continuo un depredador al acecho, un infiel en cuanto se le presentara la oportunidad, un violentador de normas o un despreciador de inocencias. Repito que no lo califico ni enjuicio, pues tal vez no tuvo la suerte de poder de elegir en libertad.

Pero se dejó caer con un aplastante concepto que elevó a categoría de supremo: la familia era algo superfluo, innecesario, incluso despreciable. Insisto, creo que por tercera vez, que es más que posible que su paso por la vida lo hubiera llevado a pozos de desesperación y a abismos de despecho. Pero como quien pisotea el castillo de arena de un niño, intentó echar por tierra uno de los pilares que conforman la sociedad, al menos desde hace treinta siglos. Caricaturizó la pareja, la ternura, la fidelidad, el amor materno, paterno o filial, redujo en fin los valores en que nos apoyamos la mayoría, en el egoismo del placer momentáneo y fugaz de un contacto sexual.

Recapacitando, mi enojo se fue transformando en compasión, pues la persona que seguía haciendo gala de su cinismo, de su falsa superioridad, de su desprecio por lo que casi todos consideramos fundamental, no era más que la voz de alguien que no creía más que en sí mismo, en el aquí y el ahora intrascendente. Tal vez ni en eso.

domingo, 6 de abril de 2008

Operaciones

Imaginen a alguien que cada día ha de circular junto a la muralla de Lugo, y en esa ronda sufre incluso más de un atasco. ¿Creen que le quedan ánimos para disfrutar de esa poderosa cerca que levantaron los romanos y que orgullosa mostrará a familiares o conocidos que vienen a conocerla? Si para ir a la compra diaria, un segoviano camina cerca de, o cruza incluso por debajo del impresionante acueducto, donde es difícil apreciar si se usó argamasa para sostener los robustos sillares de que fue construido, ¿creen que se extasiará unos minutos contemplando la bella simetría de sus arcos?

El paisaje urbano, por maravilloso –hoy lo llamaríamos simplemente turístico- que sea en sí, se convierte en invisible para los que están a diario inmersos en él. Es más, quienes han nacido en esa ciudad -estoy pensando por ejemplo en cuántos sevillanos que se disponen a pasar varios días en un campamento de lona y tierra, bailando y bebiendo, han dedicado una mañana a subir a la Giralda o a contemplar una por una las capillas que bordean las dos grandiosas naves laterales de su catedral- muchas veces no conocen la historia, ni la trascendencia que puedan tener cualquiera de los monumentos junto a los que transitan a diario.

Vivo ahora en un pueblo casi sin historia. Quizás algún caserón del XVIII, retocado hasta el infinito tras dos o tres siglos, me ve caminar cada mañana. Antes viví a quinientos metros de una antigua factoría romana de salazones con los restos de una villa que luce un breve trozo de suelo de mosaico casi totalmente arruinado. Un taller de empleo ‘puso en valor’, ojo al término hoy tan usado, parte de esas ruinas y ajardinó pobremente sus alrededores. Alguna mañana de sábado –pues los domingos que podrían visitarlas más gente, está cerrado el recinto, cosas del funcionariado- he pasado algunas horas allí, disfrutando de su silencio, de su marchita belleza, pero, ay, en una soledad casi absoluta. Es probable que en días lectivos se desplace algún grupo de colegio a visitarlo, pero la verdad es que paseo bastante por allí cerca y eso, en caso de ocurrir, no coincide con mi paso. En todo caso, me ha dicho alguna vez alguien, no son más que unas pocas piedras y un dibujo en el suelo ‘sin mucho mérito’. ‘¿Y la historia que encierra?’, he preguntado. Bah, me contestan. Sin demasiado interés, pero también sin demasiado desdén.

¿Será ese desinterés tan común el que muchas veces puede invadirme a mí también? Procuro que no, pero por si acaso y en desagravio, intento conocer el paisaje humano, donde cada sujeto tiene seguramente su pequeña historia y, sobre todo a cierta edad, está deseando que alguien la escuche.

Entro en una tienda que cierra porque parece que el negocio no furula. Hay cartelones que anuncian que todo está a mitad de precio. Compré no hace muchos días allí una corbata, ese símbolo fálico según algunos, pues desde hacía muchos años había dejado de usar la prenda –que por cierto, me ponía a diario durante muchos años también- y la necesitaba para una ceremonia familiar. Alguna apareció por algún sitio de mi casa pero tenía aires de pingajo. Me ayudó a elegirla una señora algo mayor que yo. En cuanto tuvo la ocasión, o sin ella, no recuerdo, me refirió que ella era clienta de esa tienda desde su apertura, y que no había llegado a tiempo para mercar alguna ganga importante porque había estado ingresada no sé cuánto tiempo en el hospital y llevaba pocos días en casa. Como me encontró receptivo a su narración, aprovechó para explicarme cuantas veces y por qué había entrado en un quirófano, cuáles eran sus padecimientos y el tratamiento que hacía para ellos. (En ningún momento le insinué mi ya concluida relación con la sanidad). No sé si le pareció advertir, pero creo que no, algún gesto que interpretó como de cansancio o impaciencia –en realidad no tuve ninguna de ambas sensaciones- y se disculpó abreviando su perorata y despidiéndose de mí hasta otro día. Durante casi media hora había sido feliz sintiendo que alguien la escuchaba. Yo también lo había sido pues tenía gracia y desparpajo explicando situaciones como las que suelen ocurrir en esos edificios monstruosos a donde se acude en momentos en que se soporta todo, por tal de recobrar la salud o aliviar sus achaques.

Decididamente, el paisaje humano tiene muchos alicientes que sobrepasan con frecuencia al urbano.

viernes, 4 de abril de 2008

Escaparates

Hacía años que no daba un paseo por el viejo barrio de la gran ciudad, donde viví unos pocos meses de mi vida. Empezaba a bullir, aunque sin la grandeza pasada. Hoy, tanto la actividad comercial como la económica de la ciudad parece haberse desplazado a otras zonas. No eran todavía las ocho y hasta las nueve no me atenderían en el sitio a donde tenía que ir. Más de una hora por delante para mirar el paisaje, sobre todo humano, aunque también urbano, que éste no ha cambiado mucho.

Primera decepción: el bar de una esquina donde solía tomar mi primer café –creo que sorprendí una mañana a mi amigo, el dueño, manipulando la máquina tragaperras, pero sabe el cielo que nunca podría jurarlo- está cerrado. Más que cerrado, con aspecto de abandono hace tiempo, pintarrajeada su persiana metálica por un no-artista del spray. Sigo caminando y llego hasta otro que sí me recibe con su reconfortante olor a café y tostadas. Como no me importa demasiado lo que cuenta el periódico, usándolo como muleta -así le llamaban los antiguos carteristas- observo a un joven padre dando el desayuno a su pequeña de cuatro o cinco años. Paréntesis: pocos seres habrá en el mundo más tiernos, más dulces, más inocentes, más cautivadores que una niña de esa edad. La niña de los ojos de cualquier padre. Entiendo, compartiendo, la pena y admiro la noble entereza de Juan José Cortés. Cierro paréntesis. La mamá debe haber entrado antes a su trabajo y el hombre prefiere ir al bar, donde entre bromas y pequeños engaños va convenciendo a su arcángel para que se termine un jugoso emparedado de mantequilla y jamón york. Casi lo consigue, pero la doñita no apura su vaso de cacao y leche. A esa edad se tiene una reserva vital impresionante y las pequeñas células se alimentan casi del aire. Luego saltará, reirá, jugará, charlará y se moverá quemando mil calorías más de las que ha ingerido. Milagros de la naturaleza.

Después de la hermosa escena familiar, de la que me he permitido ser un mirón que la disfrutaba casi como propia, ya voy camino de mi burocracia. Me cruzo con él y nos reconocemos tras medio segundo. C..., Pedro. Ídem, Felipe. A estas alturas qué importa si su verdadero nombre es Felipe, o no. Está muy desdentado y el pelo del que presumía hace más de treinta años casi ha desaparecido. Vivió una época feliz en que era representante de comercio y pasaba tres o cuatro días a la semana en viajes de negocios. Cuando volvía me contaba historias de ligues, iba mucho por la costa del Sol, que eran casi imposibles de creer. Yo siempre cortaba la mitad de la mitad, que algo sí que caería. Cuando vinieron las vacas flacas, tenía esposa, dos hijos, una hija y perdió oficio y beneficio. Trampeó algún tiempo y sé que llegó el notario a levantar acta de embargo de su vivienda, que salvó casi al punto de tocar la campana. Luego fue taxista a sueldo, sólo sabía conducir y hablar, uno de sus hijos murió de VIH, del otro solo me dijo que está bien y la niña se casó y vive lejos. Mejor.

Lleva unos años jubilado, él sabrá cómo lo consiguió, pues debe tener los sesenta casi recién cumplidos. Ha debido quedarle escasa paguita porque me dijo muy feliz que hacía veintitrés escaparates. Esto es, se levanta temprano con cubo, detergente y mango articulado para la escobilla, igual que las del coche, para limpiarlos por fuera. Cuando se abren las tiendas, él ha borrado las huellas de los dedos, de las narices pegadas e incluso de algún vandalismo. Me dijo que cobra quince euros al mes a cada negocio pero, conociéndolo, creo que no llegarán a veinte los escaparates ni a doce euros el estipendio. Pero es feliz como una lombriz contándome la pequeña mentira y no le voy a quitar ese momento de gloria. Rechaza el café a que le invito, pero lo piensa mejor y entra conmigo en otro bar. No toma café sino aguardiente seco. Ya había tomado café, me dice y hago como que me lo creo. Se niega a detallarme su biografía reciente, cuando le cuento algo de la mía. Vamos tirando, me resume y enseguida me habla de su otrora pasión, el fútbol. No sé por qué pero me da la impresión de que ya le importa un pimiento que pierda o gane su equipo.

Se aleja con su cubo, su limpiacristales y renqueando ligeramente de una pierna, lo que no sé si es teatro o realidad, y yo me encamino al edificio oficial donde si me atiende una señora procuraré ser zalamero con ella y si es un señor, me conformaré simplemente con que no me suelte un bufido. Tal vez peco un poco de machismo.

miércoles, 2 de abril de 2008

Humoradas

No hace tanto tiempo le crujieron una buena multa al director y a un dibujante de una revista catalana de humor. Habían osado publicar en su portada una cuchufleta que en algún momento seguramente había ocurrido. Pero. Siempre hay un pero o una manzana. Los personajes aludidos eran de una categoría especial y había que darle leña al mono. Se la dieron, aunque no tanta, un milloncejo de pesetas, y a día de hoy casi nadie se acuerda ya. Pero los que peinamos algunas canas sabemos que hubo un tiempo en que nadie se hubiera aventurado a algo ni mil veces menos atrevido.

Si me preguntan a qué viene la batallita, he aquí la respuesta. Ha muerto un tipo que hizo de su vida un continuo caminar sobre el alambre. Su ingenio le permitía tomar como sendero el filo de la navaja sin que le produjera lesiones graves. Escribía novelas, pero sobre todo, guiones de cine. Sabiendo que habría una censura previa, que alguien leería con lupa cada uno de esos guiones y luego, cuando ya estuviera rodada y montada la película, una tijera implacable determinaría según qué palabras, imágenes o sugerencias, no podía verlas, oírlas o adivinarlas todo un pueblo considerado menor de edad. Si este hombre al que admiro, hubiera nacido veinte o treinta años después, podría ahora escribir hermosos guiones donde desplegar su ingenio sin el temor permanente a una multa o a unas tijeras. Podría desarrollar su humor en el color que prefiriera, rojo, azul, verde o negro. Aunque quizás hubiera estrujado menos sus meninges, porque es más difícil ser inteligente para que no descubran tus sarcasmos los lobos que acechan, que pasear por el bosque donde por suerte se extinguieron los lobos.

En algún sitio leí que el azar hace que hechos serios puedan tomar de pronto visos de humor negro. Este hombre tocaba con sutileza temas como la pena de muerte, la invalidez o la penuria y sabía destilar gotas de humor que suavizaban la crudeza o el dolor que respiraban sus escenas. No hace falta que escriba su nombre, pero me siento honrado de teclearlo: se llamaba Rafael Azcona.

Curiosamente no hace mucho que leí no sé dónde una anécdota que engarzaba el azar y el humor negro. Hay quien considera a Edgar Allan Poe el primer escritor importante de USA, esa nación que con poco más de doscientos siglos de historia, se ha encaramado a la cúpula del firmamento planetario y existen dudas, el futuro está siempre por escribir, de que vaya o no a seguir ahí arriba. Me recuerdo jovenzuelo, leyendo en el silencio de la noche los terroríficos relatos de Poe, que me hacían flirtear con el insomnio. En los cuarenta años que vivió le dio tiempo a editar una producción amplia de relatos, poemas y novelas, manteniendo una excesiva relación con el alcohol, tanta, que sufrió frecuentes alucinaciones, probablemente frutos de los deliriums tremens que su amistad con la botella le causaban.

El humor negro sucede cuando a su muerte -al parecer fue encontrado en una alcantarilla ya cadáver- un pariente suyo encarga una modesta lápida a un marmolista que tiene su taller junto a un terraplén por el que pasaba la vía férrea. Estando terminada y lista para la entrega, en ese preciso sitio descarrila el tren y destroza el taller del artesano y hace trizas, junto al resto de las obras, la piedra grabada. Su tumba permaneció con un escueto nombre escrito a mano hasta veinticinco años después, cuando un grupo de maestros de escuela, admiradores de su obra, promueven la realización de un mausoleo en el cementerio de Westminster, en Baltimore, a donde peregrinan hoy sus admiradores. Los promotores invitaron a los grandes poetas vivos de aquel momento en USA y sólo acudió uno, Walt Whitman, estigmatizado por su condición homosexual, pero posiblemente el mayor de todos ellos.

No me digan que no es una historia que Azcona podría haber convertido en brillante guión cinematográfico, donde buitres con lápiz rojo intentarían adivinar paralelismos o sugerencias en lo que no era más que una divertida historieta. Triste y divertida.